Mutar para ser mejor. En busca de nuevos paradigmas para el rock argentino II.

«Mutar para ser mejor/oler y lijar madera./¿O acaso también se paga?,/¿o acaso también se paga?/»

 Lisandro Aristimuño, «How long?».

 Desde la portada de su álbum «Todo lo sólido se desvanece en el aire», nuestro querido y admirado Gabo Ferro, nos recordaba con su acostumbrada lucidez como el modo de producción cultural del capitalismo proseguía su era de dominación determinando un único patrón artístico para SU música. Aquella cita de Marx que hiciera Gabo no fue deliberada, fue un llamado de atención para empezar a pensar una época que, con el monopolio de las plataformas digitales cómo telón de fondo, despuntaba oscura para la contracultura en general. Se pasó del dominio de los sellos multinacionales y sus subsidiarias al de Sylicon Valley.

El mainstream cultural disfrazó de libertad y proliferación de ideas su monopolio y domó la cultura rock, frivolizándola y sumiéndola en la más profunda constricción de la originalidad y las incógnitas. Si hay una característica que tuvo el rock desde sus inicios fue la diversificación constante de sus variantes. El rock es camaleónico e inclasificable por naturaleza. No sólo el género musical rock&rol, sino toda la cultura satélite que rodea la música necesita expandirse, y justamente todo lo contrario a eso es lo que logró el establishment para domar al rock: lo cristalizó, lo uniformó, lo sepultó bajo toneladas de caracteres de políticas de privacidad. «Yo te doy todas las herramientas para que hagas tus canciones, las publiques y las presentes. Broadcast yourself…», le susurró la sirena al oído a aquel músico…»pero lo que digas es lo que yo quiero y lo que quiero, me pertenece…», siguió ya sin que aquél la escuche.

Como poseedores de la mayoría de los medios de comunicación, y como contralores de facto de la intimidad de los millones de corderos que posan en la telaraña de las redes sociales, los dueños de las corporaciones son asimismo los dueños de cualquier expresión cultural que se dé dentro de los límites de su reino de anulación. Aunque permitan que esas expresiones nazcan y a su vez alumbren el nacimiento de otras, las características y el contexto en que se dé el surgimiento de esas manifestaciones son de exclusiva incumbencia de los dueños de esos medios de producción. Esto es precisamente lo que se da bruces contra la real naturaleza del rock, y esto ya se dijo más arriba pero se repite con total provecho, que no es otra que mutar constantemente. Ser rockabilly, ser punk, ser sinfónico, ser heavy metal y ser rock&rol. Ser rock.

Y ser rock es ser siempre algo más allá de lo que existe, es un estado casi metafísico pero jamás  en el sentido de la anti dialéctica (sí, volvemos a Marx, ¿Y?), todo lo contrario; dialoga permanentemente con su tiempo, con sus actores, sus compositores, sus intérpretes, su público y su lenguaje, sus lugares, sus oportunidades y sus limitaciones. Y aquí volvemos al punto de la nota anterior y ampliamos ese horizonte. Si, como señalamos en el número anterior, no hay lugares propios y por ende no hay quiebres, el hecho de que el sistema le haya puesto a la escena un cuello ortopédico de alambre de púas para asfixiarla, viene a terminar de configurar el escenario más oscuro en los casi ochenta años de vida del rock a nivel universal, como una experiencia transcultural.

No fue en vano que artistas seminales como Cerati, Solari, Spinetta o Gabo Ferro hayan mutado de la manera que lo hicieron en sus últimos años. Gustavo Cerati superó el dark pop de Soda Stereo y fue del rock clásico a Tricky, Beck o Jesus & Mary Chain en su etapa solista. Ferro pasó del hardcore de Porco a la actuación, la literatura histórica, la canción, la acústica, el tango, la ópera y todos los universos explorables y por explorar. Solari «se cansó de trabajar de redondito de ricota», como él mismo reconoció, y se dedicó a experimentar con máquinas, amagues grunges, post punk y psicodelia. Spinetta incorporó al legado de Jade el hipnotismo de sus acordes y su poesía la polenta de los Socios del Desierto.

Pero los grandes tienen o tuvieron un poder que rebasa las corporaciones. Su música, su arte, están más allá de las falsificaciones y condenas multimediáticas que el sistema le aplica a quien ose salirse de sus corsets.

El problema está en el porvenir, en el devenir y en la voluntad de poder (sí, ahora de Marx a Nietszche, ¿Y?). En lo nuevo que no dejan parir. En lo que viene a crecer y es abortado por el poder. Habrá que sobrepasar esas barreras algún día. Poder mutar para ser mejor, como dice Lisandro Aristimuño en «How long?». Aunque cueste, romper límites tiene su precio y, en definitiva, por algo los límites están tan sobrevaluados, pero es la única forma de ver el rock volver a devenir contracultura para SER otra vez en sí y para sí, y qué más da, pase lo que pase, el rock jamás supo ser de otra manera.

Sebastián Jiménez
sebastianjimenez@huellas-suburbanas.info