Mientras haya una bandera

“Á la puerta de mi posada hizo alto la columna, formó en batalla, y pasando yo por sobre las filas la bandera, puedo asegurar á Vuestra Excelencia que vi, observé el fuego patriótico de las tropas, y también oí en medio de un acto tan serio murmurar entre dientes: ‘Nuestra sangre derramaremos por esta bandera (…)’” narra Manuel Belgrano.

El 27 de septiembre, en el marco de la “3ra movilización mundial por la crisis climática” y de “Un grito global por el aborto legal”, el Centro de Estudiantes del Sagrado Corazón de Castelar concentró, por primera vez, con bandera propia. Fuera del Congreso, donde parece estar más claras las ideas, desplegamos la bandera y nos unimos a ambos reclamos. Me tocó sostener uno de los palos que posibilitaban elevar la tela, por eso, ahora, sostengo un lápiz, que en la modernidad se traduce en el teclado de mi computadora, para transmitir lo que se siente tener una bandera. La importancia de mantener en alto un símbolo que le combate al aire y no que se pierde en él, como la voz.

Fundamentalmente, la sostienen dos personas; ya aquí podría dejar de escribir. Creo que, con esta necesidad, necesidad primaria del ser humano de contar con el otro, puedo cerrar este esbozo; experimentar esto es argumento suficiente. No hay nada más importante en la vida que comprender lo diminuto del ser humano y la inmensidad a la que podemos acceder a través de la unión. Es imposible que una sola persona pueda elevar una bandera de tal magnitud. En un primer momento la bandera enseña a construir en conjunto. Luego de alzarla, toca caminar coordinando pasos con quien se encargue del otro extremo, manteniendo una distancia suficiente para que la tela quede estirada y, así, de forma legible, unas palabras atraviesen el renglón vacío del aire. Unas pocas palabras. “Centro de Estudiantes. Presente. Sagrado Corazón Castelar”. “Presente”: la breve palabra no carece de fuerza, es como una daga diminuta capaz de herir gravemente, en su tan acotada extensión es capaz de decir mucho. Estamos aquí producto de un pasado y seremos insumo del mañana. Gracias a las luchas del ayer nuestros cuerpos acompañan la palabra pintada, no como redundancia, sino como reflejo: sí, estos son los cuerpos que hacen el presente, reivindican el pasado y posibilitan el futuro. Se forma entonces una correspondencia entre los manifestantes y la palabra. El rectángulo de tela nos desafía, en su acotado espacio, a buscar las palabras justas que logren sintetizar inconmensurables sentimientos. Nos invita a construir, como un arquitecto, un mensaje equilibrado, decidiendo qué cosa va más grande, qué cosa más arriba y qué otra abajo, para posibilitar que habite, en aquella parcela, la chispa del “fuego patriótico”. Así definió Belgrano la emoción de sus tropas. La bandera tiene esa capacidad de encandilar gracias a su simpleza y exactitud. Tanto la nacional como la del Centro de Estudiantes, coinciden en su poder de símbolos y su capacidad de llegar a todos. Pero en esa penetración general, la bandera conmueve los más personales e íntimos sentimientos de quien se identifique.

¿Si se rompe la tela? ¿Si se extravía? ¿Si alguien mancha irrecuperablemente toda la bandera? El símbolo ¿hacia dónde se va? ¿Se pierde ante el desvanecimiento de lo físico? La tela y el humano cargan con el peso de ser mortales. Hay bandera cuando a ese cacho de tela se la dota de símbolos, se le imprimen largas luchas, sentidos mayores. Luego de eso puede resquebrajarse la tela, que siempre estará el símbolo como retorno; como plano para diseñar una y mil banderas. Solo así es posible una dimensión inmortal.

Felipe Melicchio
felipemelicchio@huellas-suburbanas.info