En los pasillos de la post-verdad (2da parte)

La política como efluente de irracionalidad emocional

Sin lugar a dudas, este panorama se ha vuelto otra fuente de perturbación de los supuestos instalados por la racionalidad moderna y de la vida política. Surgen nuevas perplejidades y cabe señalar que los modelos tradicionales de comunicación se entraman con estos problemas, cuando no los amplifican. En el escenario global ¿cómo ordenar hoy una comprensión del alcance del cambio climático en relación al terrorismo internacional y las grandes transformaciones geoeconómicas? ¿Cómo entender la imbricación entre la globalización y la reactivación de los nacionalismos o discernir entre los acontecimientos capaces de cambiar duraderamente las sociedades y los movimientos sin grandes consecuencias? A nivel nacional, ¿cómo entender los ejes estratégicos que orientan en profundidad el desarrollo de un país más allá de los espectáculos políticos y electorales? La comunicación a ultranza se ha agregado a lo que Noam Chomsky caracteriza como una fragmentación deliberada, fértil a la dominación mediática. De hecho, en este periodo de perturbación, varios interpretan estas tendencias como nuevas maquinaciones o planes de generación del caos por parte de los poderes concentrados. Sabemos que estas maniobras siempre existen y podrán existir. Pero se elude deliberadamente otro elemento central: la ausencia de patrones explicativos frente a la incertidumbre y la complejidad creciente de la situación planetaria. ¿Cuántas veces miramos lo que ocurre en América Latina, África, Medio Oriente, Estados unidos, etc. con los anteojos y a veces la nostalgia del siglo XX? ¿O será que de lo posible se sabe demasiado como canta hermosamente Silvio Rodríguez? En el caso de los teatros de conflicto, esta situación queda aun más a la vista, la investigación de terreno volviéndose una herramienta central de conocimiento fiable y riguroso. Resaltamos aquí que en el fondo, esta reconfiguración entre búsqueda de nuevos marcos interpretativos y la realidad siempre perturbadora y desafiante, puja hacia un clima de época más irracional y agobiante.

En 2016, dos acontecimientos terminan de cristalizar el ingreso “oficial” en la etapa de la denominada post-verdad: por un lado el referéndum británico que sepulta la inclusión de Gran Bretaña en la Unión Europa mediante un proceso electoral contaminado por campañas tendenciosas; por otro, la elección polémica de Donald Trump en la Casa Blanca. Hacen eco a otros procesos no directamente relacionados con ellos pero semejantes en cuanto a la preponderancia del factor emocional-mediático. Lo mencionamos aquí de forma un poco desordenada: en Brasil (destitución judicial-mediática de la presidenta Dilma Roussef); en Filipinas (elección de Rodrigo Duterte en base a un discurso muy ofensivo); en Hungría (desarrollo de un referéndum anti-migrante); en Turquía (manejo de los medios de comunicación y purga de las impurezas de la sociedad turca por el régimen de Erdoğan); en Ucrania (diabolización de Vladímir Putin y ofensiva de la coalición occidental frente a Rusia); en Siria (statu quo internacional y polarización de las opiniones según las lineas de propaganda de cada fuerza involucrada); en Venezuela (estigmatización del gobierno chavista e intentos de golpe destituyente); en Argentina (engaño electoral y revanchismo antipopular del conservador Mauricio Macri).

En muchos de estos casos, uno de los hilos conductores radican en la irracionalización creciente de la construcción política a favor de una expresión exacerbada de la dimensión emocional-identitaria, fenómeno que el geopolitólogo Dominique Moïsi se propuso analizar a escala global hace varios años en su obra Geopolítica de las emociones (2009). Donald Trump, del mismo modo que Ronald Reagan se sintonizaba con la gramática del cine de Hollywood – vector de un maniqueísmo muy adecuado al período de la Guerra Fría -, se dirige directamente a sus electores usando las pautas del show televisivo y de las redes sociales, desarrollando una verdadera estrategia del caos. Confunde la visión de conjunto del público, ponteando a los medios tradicionales, y apela a las emociones colectivas, en particular a los sentimientos negativos: el miedo a los migrantes; el odio hacia el establishment o a los aparatos institucionales; el rechazo de las voces mediáticas dominantes, apuntando hábilmente su adversario político y demonizándolo. Usa la envidia para cristalizar el electorado alrededor de una identidad herida y la necesidad de recuperar la grandeza de los Estados Unidos.

Todos estos elementos, bien conocidos por los especialistas de la propaganda – entre ellos el ruso Serguéi Chajotin, opositor de los embates de la propaganda nazi en los años 1940 y autor de La violación de las masas por la propaganda política (1939) –, se pueden comparar con los distintos ingredientes movilizados por Hitler y Goebbels en su otrora régimen totalitario. Pero esta vez – y esto es la novedad al menos para algunos – en tiempos democráticos. La propaganda totalitaria se ingeniaba a generar una exacerbación del miedo y del odio del otro, el resentimiento hacia los responsables del declive o de la crisis con la búsqueda de chivos expiatorios. Se pretendía purificar de algún modo la sociedad, estigmatizando y borrando los elementos perturbadores (musulmanes, migrantes, marginales, grupos étnicos), amenazando aquellos que obstaculizaban esta purificación. Según Serguéi Chajotin, el líder ideal de un proyecto totalitario es “aquel para quien el interés social y la comprensión de las aspiraciones y la psicología de los individuos formando las masas se asocian”. Precisamente, la fuerza de Donald Trump es haber entendido, pese a la reticencia de su entorno cercano, la psicología de masas del pueblo norteamericano (y no solamente el perfil de las élites de las costaneras del Oeste y del Este o las minorías marginalizadas). No dudó en descalificar a los medios oficiales e instalar una supuesta vía “alternativa”, recurriendo a falsas noticias, relatos ofensivos, negacionistas o conspirativos.

Como lo señalamos, estos ingredientes están lejos de ser circunscritos al perímetro particular de una nueva élite política reaccionaria en los Estados Unidos. A su vez, varias experiencias políticas, entre ellas en América Latina, nos muestran que el acercamiento emocional de un líder político con su sociedad puede ser un vector favorable de resignificación política, de reducción de los resentimientos o de reconstrucción de mayoría social. Pero la vertiente “expoliadora” de esta modalidad tiende a difundirse hoy, con menos intensidad y con otras orientaciones, vertientes y matices, en varios escenarios políticos, formando una nueva vía cognitiva y comunicacional, imbricados (o no) en las prácticas de construcción política. Se trata de una modalidad de carácter irracional, demagógico y reaccionario, tomando sus argumentos, en última instancia, en las fallas (reales o inventadas) de las arquitecturas políticas y económicas actuales. En este sentido, no está de más recordar que el medio en el cual estamos sumergido hoy ha gradualmente revertido las relaciones perceptivas entre los incluidos y los excluidos, entre los humillantes y los humillados. Si bien las técnicas de ocultamiento se han sofisticado, quedan ostentadas como nunca antes las desigualdades sociales, el modo de vida de los híper-ricos, los simulacros de gestión colectiva de los asuntos globales, etc. En definitiva, el rey está (más) desnudo, y esta imagen “pornográfica” por así decirlo contribuye a potenciar la huida hacia posturas defensivas y nuevas contenciones psicológicas (particularmente en las clases medias educadas y formadas). Del otro extremo, esto alimenta también el avance de los enfoques securitarios y punitivistas, a contramano de abordajes transformadores que muchos actores de la sociedad civil están proponiendo en el otro extremo.

En la próxima edición de Huellas, la tercera y última parte de esta aproximación a los alcances de la llamada Post-Verdad

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