La utopía liberal

Por: Maximiliano Pedranzini*

 “Todavía había estado esperando que ocurriera algo capaz de torcer el curso de los acontecimientos. No sabía qué. Pero después (…), me fui haciendo a la idea de que muy pronto llegaría, también para nosotros, la hora de partir.” Antonio Dal Masetto, Oscuramente fuerte es la vida[1]

La deriva despiadada del imperialismo

El viejo y utópico liberalismo, que vio como crecía la modernidad recostada sobre sus principios en tanto valores fundamentales y que todavía perduran y persisten en centenares de países, no es el dilema cardinal de este nuestro tiempo. Nos esperan otros liberalismos. Más perversos. Esos que han venido para hacer sufrir a la plebe. A los que no tienen nada que perder, más que sus propias vidas. Los liberalismos de muerte lenta (“kill liberalism”). Más hostiles. Más cruentos. Se ha alojado a partir de la caída de la Cortina de Hierro todo un neoliberalismo que hace que el anterior sea una reminiscencia de idealistas románticos, amantes de las formas y los valores republicanos. Cenizas de un fuego extinguido por sus propias deformidades.

En vez de constituirse en una ideología política para salvaguardar las libertades individuales de los ciudadanos, los nuevos liberalismos representan un pacto global con el capitalismo; con los entes transnacionales y supranacionales encargados de administrar la política exterior de los países cuya soberanía es frágil y endeble, donde la seguridad y la paz social son la antítesis de los días de la guerra, el terrorismo y la inseguridad, y su importación es garantizada por los Estados que adscriban “democráticamente” a estos nuevos liberalismos como si se tratara de un insumo farmacéutico o una autoparte.

Aún nos pisan los talones nuevos y oscuros liberalismos. Y decimos “pisan” para no decir “aplastan”. Aunque hoy, con toda certeza, podemos decir que nos aplastan. Con renovado odio, enérgica intolerancia y afanosa venganza. ¡Venganza! Puede sonar a tragedia griega o shakespeariana, pero ese es el verbo imperativo desde donde decide manifestarse.

No es la ideología de “nuevas libertades”, como ostenta ampulosamente su nomenclatura, porque ese paraíso de nuevas libertades no la percibimos nosotros, sino los grandes poderes económicos desde, por y para el mercado. Allí sí existe la libertad -para quienes tengan acceso-: la libertad de mercado. Que es la única libertad verosímil que ofrecen los nuevos liberalismos. En cambio, para nosotros, los de abajo -subalternos, migrantes y desplazados del sistema-, la única libertad que conocemos es la de la subsistencia, porque, tal como diría el notable poeta francés Anatole France: “Todos los pobres tienen derecho a morirse de hambre bajo los puentes de París”[ii], o, en nuestro caso, en los puentes “donde el viento viene a aullar”, como versa el melancólico tango del inolvidable Enrique Cadícamo[iii].

 II- El ser humano: una invitación abierta

Existe en el continente, desde hace por lo menos cinco siglos, una invitación abierta a liberar al hombre oprimido. Al hombre marginado del centro de la historia. Al hombre de la periferia de esa organización gestada para que ese hombre la habite. Liberarlo para que ocupe la centralidad y haga de ella el destino de la humanidad. Esto nunca pudo realizarse, salvo honrosas excepciones que perduran con encomiable persistencia. El ser humano siempre es una invitación. Un papel en blanco. La tabula rasa de proyectos revolucionarios, o, en su defecto, reformistas para atenuar las salvajes conductas de conservación de poder del ente civilizatorio.

Pero el ser humano se abre camino, de una u otra manera, y en la autoconciencia yace esa invitación. Es, primero, al sujeto a quien hay que liberar si lo que pretendemos es liberar al ser humano.

Hoy, el sujeto, está atravesado por el lado más sórdido e impío de la cultura liberal en dosis que afectan su motricidad y su memoria. El devenir del capitalismo recrudece estas dosis hasta hacerlo colapsar, para matarlo muy lentamente, como un espectáculo más de los que nos ofrece esta realidad mediatizada. Una subjetividad enajenada no es una subjetividad capaz de conducir al sujeto a su propia liberación, ni al que tiene al lado. No es capaz de nada. Sólo de repetir el feliz hecho de peregrinar una vida cuyo decurso es predecible, mientras el “otro” sigue insistiendo con la rutina diaria de la supervivencia.

Una subjetividad que mora en nosotros en esas condiciones no es subjetividad, es tan sólo una conciencia que tiene los ojos abiertos en un cuarto oscuro donde no hay luz, más que la que puede haber en alguno de nuestros recuerdos más remotos (si es que alguna vez la hubo).

En la autoconciencia ejercemos el dominio genuino e inalienable sobre nosotros mismos: nuestro cuerpo, nuestro espíritu y nuestra subjetividad. Engranajes de un sistema conectados entre sí y que en el presente se manifiestan desarticulados. Por lo menos es lo que el mundo deja ver. En esto no hay velo. Todo es tan visible. Tan claro. Nunca ha sido tan claro.

 III- Crítica al espectro de la democracia

¿Dónde caminamos? ¿En qué sendero y bajo qué circunstancias? Las preguntas fueron desapareciendo cuando ingresamos en la suscripción bianual de respuestas a todos nuestros problemas y dilemas existenciales. Éramos el usuario de una revista con todos los secretos para vivir mejor que antes, pero que luego iría tomando, con el correr de las ediciones, un formato con directrices más austeras y moderadas, acorde a las posibilidades que cada uno debía tener, ya que, según el directorio vernáculo y los asesores externos que nos gobiernan, “vivimos arriba de nuestras posibilidades”.

Ese era el mensaje. Ruin. Infausto. Colmado de todo cinismo. ¡Las posibilidades! ¿Qué es eso a lo que ellos llaman “posibilidades”? ¿A qué se refieren con que vivimos por encima de ellas? ¿Qué intentarán decirnos con eso? ¿Por qué buscan controlarla como si fuera alguna clase de fiera salvaje? Las posibilidades no son otra cosa más que la libertad. En ellas reside nuestra libertad. Nuestra más genuina libertad. Al intentar controlarlas, controlan nuestra libertad, que es lo más preciado que tiene el ser humano.

Se vivía más allá de esas posibilidades como si fuera una pena capital. O eso nos querían hacer creer. Muchos la creyeron y la soportaron estoicamente. Hasta ahora, cuando los sinsabores de las carencias comenzaban a hacerse eco en lo más recóndito de nuestro cuerpo, producto de una siniestra política de disciplinamiento socioeconómico en épocas de paz. En la suscripción infinita por el porvenir, la receta secreta termina por estrangular al que la aceptó “a conciencia” como al que no, siendo víctima de la voluntad colectiva de algunos y de las propias reglas de un juego del cual no somos participes reales.

De eso se trata la democracia. Una utopía espectral en el teatro de la farsa. La más grande y peligrosa de todas. Intentando actuar como puede. Como mejor le sale. Quizá sea una utopía imposible mientras siga gobernando el capitalismo. Quizá no. Eso lo tendrán que descubrir los individuos y los colectivos. Toda farsa es difícil de digerir. Se prolonga hasta que conoce su ocaso. Y ésta, ¿cuándo conocerá el suyo? Sólo el tiempo y las generaciones que vayan naciendo de él lo dirán. Porque una cosa sí es segura: esta generación no lo hará.

Mientras tanto seguiremos abonando la suscripción de la distopía que controla el curso de todo lo que nos rodea y atraviesa, por más insignificante que sea. El único y legítimo dogma posible para este mundo es el de la inconformidad. Hagamos uso de él.

* Ensayista. Integrante del Centro de Estudios Históricos, Políticos y Sociales “Felipe Varela”.

[1] Antonio Dal Masetto, Oscuramente fuerte es la vida, 1ª ed., Sudamericana, Buenos Aires, 2003, p. 198.

[ii] Anatole France, decía Jorge Luis Borges, “observó que la ley, con majestuosa imparcialidad, prohíbe tanto a los ricos como a los pobres dormir bajo los puentes”; y agrega Borges: “si hubiera escrito que hay mucha gente sin hogar que tiene que dormir bajo los puentes, el dictamen sería menos feliz.” (fragmento de “La censura”, nota publicada en el diario Clarín, Buenos Aires, 14 de abril de 1983, en Textos recobrados (1956-1986), Emecé, Buenos Aires, 2007, p. 302).

[iii] Enrique Cadícamo, “Niebla del Riachuelo”, música de Juan Carlos Cobián, Buenos Aires, 1937.

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