El ascenso

Sumergió su cara en el agua tibia de un buen baño de inmersión el sábado, festejando así su nuevo y reluciente ascenso en la compañía. Desde abajo, desde muy abajo, Laura había escalado piedrita a piedrita por la pesadilla de la burocracia corporativa. Había hecho miles de horas de preparación empresarial, seminarios, posgrados y cursos intensivos. Se había asegurado de que, llegado el momento, nadie pudiera decirle que no. Al crecer, ninguna vocación le llamó poderosamente la atención. Solo quería un buen sueldo, un sueldazo, de aquellos que te dejan darte un baño de inmersión los sábados mientras viene la pizza. Así que ese sábado a la noche prevaleció el festejo, sacó un espumante no muy caro pero que tenía guardado hace mucho, se puso uno o dos sahumerios de lavanda (por los cuales tenía especial predilección) y se regocijó pensando en que ahora, después de tanto soñarlo, venía lo bueno. Luego de tanto, tanto, de tantos sacrificios y horas extra, de dejar de ir a lo de su mamá para estudiar sólo unas horas más, de leer todos y cada uno de los libros recomendados por el CEO en su perfil personal, de soportar despiadados compañeros malévolos y de repetirse una y otra vez que ella era capaz y hábil, finalmente, llegaba. Con un aire de altanería que rechazó casi al instante, pensó en todos aquellos que alguna vez le habían dicho que no podría llegar a nada. A sus padres, a los compañeros imbéciles de la secundaria con los que nunca más habló, a los jefes de mierda que le asignaban un extra según qué tanto mostrara el escote en la oficina, a todos ellos y a muchos más que olvidó recordar, ¿dónde estaban? ¿Quién le iba a decir ahora que no era nadie?

Cuando recordó que había una pizza en camino, ya era casi demasiado tarde. El timbre la sorprendió cambiándose, poniéndose casi de gala para este sábado de celebración. Bajó del cuarto piso de su monoambiente, le dió una generosa propina al delivery y volvió a subir, como una especie de vuelta de la victoria que ella sola podía entender. Un gol que solo ella gritó, porque solo ella lo sentía. Mientras subía por las escaleras, la vida para el resto del edificio era normal, pero Laura ahora tenía la energizante seguridad de que pronto se iría de aquel edificio apestoso que tuvo que alquilar hace ya más de cinco años. Se permitió soñar, engatusada por la promesa de un nuevo y mucho más jugoso sueldo, con un dos ambientes. Tal vez, y soltó una sonrisa picarona cuando lo pensó, podía ver si había algo de tres ambientes. No tenía pareja ni mucho menos planes sobre hijos, pero usaría el espacio sobrante como oficina. Tal vez los privilegios administrativos de estar un nivel más alto le permitirían hacer (de una santa y buena vez) el ansiadísimo home office. Laura empezó a tener mucho hambre en cuanto abrió la puerta, en parte por el aroma picante y salado de la pizza a la piedra que iba a repartir entre hoy y el almuerzo de mañana, pero en parte también por su nueva y reluciente vida.

Puso algo para ver en la computadora, una película a la que poco y nada prestó atención. Ella estaba ahora haciéndose su propia novela, de la nueva vida, los nuevos problemas, de cómo decoraría cada lugarcito chiquito, de que quizás hasta podría permitirse un viaje al interior en algún momento. Desde que empezó en la compañía, hace unos largos diez años, nunca había tenido el dinero ni el tiempo para irse a algún lugar. La promesa del ascenso se venía cocinando hace muchísimo, muchísimo tiempo, porque Dios sabe que si alguien dedicó sus horas enteras, su dedicación, su hambre y su vida a la compañía, esa era Laura. No había otra opción. Hace cinco años era la mejor de la planta. Había impulsado políticas de género y le habían galardonado con una mención especial en una cena de fin de año allá por el 2017 por haber iniciado el camino hacia una compañía más inclusiva. El CEO en persona fue quien la mencionó y la hizo subir al escenario de algún hotel lujoso del cual no recordaba el nombre. Le apretó la mano, en señal de inmenso respeto, y luego le dijo algo al oído, algo que Laura no olvidaría jamás: “Te esperan cosas grandes”.

Ya en la cama, habiendo guardado la comida y apagado la computadora, la cabeza no dejaba de darle vueltas con respecto a estas cuestiones. Con una ansiedad galopante desde que salió desde la secundaria, esta era la primera vez en mucho tiempo en donde las cosas no eran del todo malas. Entre las preocupaciones cotidianas como cargar la sube, que hay que comprar café porque recordaba hoy que casi no había, que había una reunión de consorcio el jueves y quería empezar a ir, había ahora cosas iluminadas por una ilusión casi infantil. El color del nuevo escritorio, tal vez mejorar la computadora, “ya están viniendo las cosas grandes”. Entre claros y oscuros fue que se durmió.

Despertó culpando al espumante por el dolor de cabeza. Pasó su día casi en control remoto, muy lejos del estado de felicidad completa del sábado y de pedir una pizza. No supo ver, o más bien no quiso escuchar a los malos augurios. Prefirió seguir rascándose el placentero granito de la esperanza, y no osó mirar a los costados en busca de seguridad.

Fue por eso que cuando llego el lunes, feliz y con un ímpetu renovado, descubrió que iba a seguir trabajando diez horas seis días a la semana, y que el nuevo sueldo no iba a poder pagar un tres ambientes. Mucho menos vacaciones. Descubrió que todo el mundo la felicitaba, pero ella solo quería llorar con una rabia asesina, desquitarse con todos y cada uno de los inútiles snob corporativos que le daban palmaditas en la espalda por cobrar unos muy pocos pesos de más, que nada le iban a servir, que nada iba a comprar. Pero era peor, porque no podía renunciar. Era una rehén. Una rehén de una realidad mediocre, donde trabajar y estudiar te aseguran la posibilidad de poder intentar pelearla un rato. Y, entre risas estúpidas, tuvo que redoblar esfuerzos para no llorar cuando se dio cuenta, en pánico, de que esa sería su vida a partir de ahora.

Ignacio Abella
ignacioabella@huellas-suburbanas.info