¿Batalla cultural o guerra cognitiva?

No es novedoso recalcar que el nivel de confrontación comunicacional y mediático es particularmente intenso en la región, comparable en cierta medida con niveles que se observan en contextos bélicos. El lema de “territorio en paz” proclamado en 2011 por los representantes de la CELAC y la UNASUR ya rimaba en la realidad con la idea de pax americana, pero contrastaba mucho con las agudas confrontaciones que se desarrollaban de forma irregular. La concentración mediática y su débil regulación, la penetración de las redes con la telefonía móvil y el auge de Internet a partir de los años 2000, así como también la alta conflictividad social, incentivaron esta tendencia. A partir de 1989, el concepto de guerra de cuarta generación (o guerra híbrida) junto con la noción de poder blando habían extendido lo que Quijano, Prebisch, Furtado, Escude y otros calificaron como aristas de dominación en una de las principales áreas de influencia de las potenciales occidentales.

Es un hecho que desde 1990, apogeo de la hiperpotencia norteamericana y luego de la guerra de Irak en la cual la manipulación informacional alcanzó un umbral inédito, la conflictividad ha girado hacia modalidades más irregulares. Esta evolución ha elevado exponencialmente la confrontación en el espacio informacional. Amplió los modos de construcción de influencia. La dimensión social de la conflictividad pasó a ocupar una posición decisiva. La relación binaria amigo-enemigo heredada de la bipolaridad tendió a evolucionar hacia una relación dominante-dominado (o aliado-adversario) que se combina con nuevas formas de confrontación en el terreno cultural y comunicacional. Como lo resalta Christian Harbulot de la Escuela de guerra económica en Francia, esta combinación se volvió una de las claves estratégicas de construcción de la potencia en nuestros tiempos, no solamente en la esfera geopolítica sino también en la económica.

En América Latina, los pueblos de la región saben muy bien lo que significa intentar consolidar un estado-nación siendo expuesto al incesante flujo de actos moralizadores, condicionantes y a veces desestabilizadores que se emprenden bajo el semblante cínico y monolítico de la libertad político-económica destilada por la potencia norteamericana. Desde los años 1950, los Estados Unidos habían emprendido consolidar su poder en el campo tecnológico en pos de crear una relación de dependencia duradera con sus aliados y ganar un avance decisivo en las tecnologías de la información. Como parte de la disputa cognitiva, la influencia norteamericana se mide, al margen de la hegemonía militar, económica y política, por la cooperación en el sistema inicial de generación de conocimientos (producción científica y diseño de la formación inicial de alto nivel). En otro terreno, se traduce por el incentivo de una infraestructura de comunicación, de productos culturales y de medios afines, actuando a menudo como vector político debido a su peso informativo.

Pero lejos de ser un recurso exclusivo de los dominantes, muchísimos actores de la región en el campo de los dominados ya practican, también en un claroscuro, estas nuevas formas de persuasión. El centro de la escena en materia de manipulación político-mediática ha sido la desinformación en los procesos electorales y las operaciones de lawfare que se comparan a veces con golpes blandos. El caso de la ex-presidenta Dilma Roussef y Luis Lula da Silva en Brasil fueron emblemáticos. Varios referentes políticos, cualquiera sea su color político, resultaron enredados en este tipo de operación que articulan estrechamente ofensiva informacional, jurídica y política (el último ejemplo es la ex-presidenta Jeanine Añez en Bolivia y fue señalado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos). En Argentina, el ex-presidente Mauricio Macri fomentó, por parte desde el Estado, un sistema privado de inteligencia combinando espionaje ilegal, cooptación del poder judicial, centros de activismo comunicacional (trolls) y favores económicos en aras de controlar sus aliados y adversarios políticos.

A otro nivel, el ciclo progresista en la región ha promovido formas de integración que incorporaron una disputa más ofensiva del predominio de Washington en la agenda regional y las instancias multilaterales. Los dirigentes del MERCOSUR, de la UNASUR, de la CELAC, del Foro de São Paulo o en menor medida del Grupo de Puebla, afirmaron después del no al ALCA en 2005 un manejo contra-hegemónico del destino regional, sin por tanto borrar las adversidades internas. Pese a la fractura estructural de las primeras, los dos últimos siguen influyendo en las relaciones de fuerza psicológica que se da entre campos políticos. En el caso de Cuba, Venezuela y del bloque ALBA en general, las estrategias de influencia del primero en las altas esferas institucionales de los demás son efectivas y garantizan una viabilidad geopolítica a La Habana. Frente a las presiones externas, tanto Nicaragua como Bolivia y Venezuela han puesto de pie una tela informacional (en el cual participa naturalmente Telesur) operando en un ecosistema en red para compensar su debilitamiento interno y alterar las percepciones.

En otras áreas, podríamos mencionar las potentes maniobras de los lobbys corporativos, grupos ilícitos, financieros y judiciales que salen a la luz en función de los escándalos o crisis de turno a la par de los asuntos de corrupción en la esfera política. Los casos de los Panamá Papers, Lava Jato y Odebrecht, entre muchos otros, han dado una idea del continente oscuro de influencia y de criminalidad que opera por encima y por debajo de la superficie institucional. No es exagerado decir que el peso de estas estructuras de influencia en América Latina es tal que sus impactos en materia de corrupción y de inseguridad, puede llegar a romper el equilibrio institucional de un país. Sea para mantener una hegemonía de dominante a dominados, debilitar la influencia de los dominantes desde el lugar de dominados, modificar la relación de fuerza con un adversario, moldear la reputación de ciertos sectores, cada actor hoy, con mayor o menor grado de profundidad e inteligencia, se involucra en esta nueva guerrilla que incluye lo comunicacional.

Los denominadores comunes que podemos resaltar en estas maniobras son varios. Es posible para los actores dominados modificar las relaciones de fuerza apuntando las debilidades del adversario, la ofensiva dando mejores resultados si es emprendida con inteligencia. Más que instrumentos comunicacionales, se trata de concebir verdaderas estrategias que trabajan en distintos terrenos, lo que implica tener un objetivo claro, una identidad consolidada y estar organizado. Las intencionalidades son más envueltas y disimuladas que directas y frontales, si bien ambas modalidades se complementan, lo cual implica como corolario disponer de estrategias de defensa. Los vectores comunicacionales son muchas veces indirectos y más interrelacionados, mientras una amplia gama de actores están involucrados. Los contenidos morales, identitarios o históricos están intensamente movilizados, de ahí la importancia de los temas vinculados a la corrupción y la reputación de las personalidades públicas.

Es importante notar que si bien los enfrentamientos informacionales son violentos y entramados con todos los planos sociales, económicos y políticos, no parece existir todavía un cuerpo conceptual muy consolidado para abordar estas estrategias. Al famoso “bombardeo” informacional que los oprimidos de los medios concentrados no paran de denunciar no responde todavía un esfuerzo organizacional e intelectual, dando al fenómeno toda su dimensión de guerra cognitiva. Si bien las universidades y un sector del periodismo de investigación realizan un esfuerzo notorio para visibilizar este entramado, la influencia sigue abordada desde los términos clásicos. Además, la estructura compartimentada de la academia y de las organizaciones permite difícilmente integrar los temas informacionales con otras dimensiones. Basta por ejemplo comprobar cómo la desinformación en los medios y redes sociales está abordada localmente desde el ángulo esencialmente normativo.

En definitiva y más allá de los eslóganes disidentes, es central renovar las concepciones y las modalidades de uso de la influencia en un mundo más multipolar e interconectado. Tiene que ver con un nuevo posicionamiento de la soberanía frente a un orden liberal carcomido por una suerte de  nuevo imperialismo irregular.

Francois Soulard
francois@rio20.net