Antropólogo prematuro: La juventud mormona

En el marco del “Programa Filo y Secundarios” de la UBA, donde se ofrecen varias materias de la sede Filosofía y Letras, dirigido a los estudiantes de los últimos años de la secundaria, elegí asistir al curso de ciencias antropológicas. Duró 4 clases. Con los conocimientos que me ofrecieron y, fundamentalmente, con la emoción que la carrera me produjo, decidí lanzarme y jugar a ser antropólogo. Fui, en varias ocasiones, a la capilla de “La Iglesia de los Santos de los Últimos días”, ubicada en la calle Martin Fierro, Ituzaingó. Allí experimenté, lúdicamente o no tanto, el choque con una cultura que se dista bastante de mi cotidianeidad.

“Yo sé que es verdad, que todo esto es cierto” anunciaba Cristian, apoyándose el “Libro del Mormón” en el pecho, libro esencial de la religión “La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos días”; donde proviene, también, el errado nombre con que se los conoce. Esa mixtura en la frase de Cristian, de sé, de saber (de certeza más ligada a lo científico) y de un texto bíblico, sostenido por la fe, era síntesis de lo que me depararía esos días. Aquella frase, frecuente en boca de los “mormones”, me la había dicho al finalizar la primera clase del seminario donde se habló del “Plan de Salvación”; Cristian era el esposo de Natalia, quien voluntaria y gratuitamente decidió (y decide cada día) ser la profesora de aquel seminario que se realiza todos los domingos, durante la mañana. Durante la casi inexistente mañana de domingo para una gran parte de los jóvenes que duermen mientras se disipa el alcohol del día anterior: mi juventud, la que claramente no estaba allí sentada. Mi condición de extraño se dejaba ver a través de los saludos especiales que recibí aquel primer día, acompañados del nombre de quien saludaba. Sentía la contradicción antropológica: mi acercamiento físico se combinaba con mi alejamiento mental, o extrañamiento, esencial para llevar a cabo un análisis. Me alejaba el no ser creyente. Pero esos jóvenes, de mi edad, argentinos, hispanohablantes, en resumen, tan cercanos, no eran un objeto de estudio hasta que los hiciera verdaderamente extraños.

Me invitaron a participar de una clase de jóvenes, hombres, donde la dinámica en cada oportunidad era la alternación entre los mismos jóvenes para que alguno cumpliese el rol de profesor. El ambiente era de silencio y respeto. El tema de charla era “¿Cómo fortificar mi testimonio?”, elemento fundamental; a través del testimonio, que es personal, afianzan sus creencias, testifican el poder de Dios. Allí estuvo muy presente el concepto de eternidad. Esa palabra en boca de la juventud, más ligada a tiempos vertiginosos, a las inmediateces, a las pantallas, marcaba lo inusual de la charla ¿Por qué ellos estarían tan enfocados en la eternidad? Porque en su religión conciben la vida en 3 etapas, bajo lo que llaman el “Plan de Salvación”, el cual había entendido gracias a la explicación de Natalia días antes. Éste habla de una sucesión de eventos que se dan inexorablemente durante nuestra vida; es como el guion de nuestra existencia. Además, el Padre Celestial (sinónimo de Dios) lo creó para nuestro progreso eterno. Es lógico, entonces, que los creyentes en su cotidianeidad tengan incorporada esa palabra, ese concepto; este hecho pertenece a lo que se llama conciencia práctica, “esto implica que los agentes sociales se manejan cotidianamente con “elementos” que no necesitan explicitar de manera discursiva. Estos elementos se dan como supuestos o dados, y son el resultado de procesos de rutinización.” No dicen: “según el Plan de Salvación…” sino que ya tienen incorporado que innegablemente la vida es eterna y no necesitan explicitar el origen de esa afirmación.

“Las escrituras muestran que nosotros somos una dualidad” me comentaba el Patriarca, “un cuerpo con un espíritu. Cuando el cuerpo muere el espíritu se retira y por eso deja de haber actividad eléctrica cerebral, porque todo el desarrollo de nuestro cuerpo no depende de nuestro cuerpo, en sí, sino de quien lo habita, que es el espíritu.” Aparecía nuevamente la amalgama científica-religiosa. El Patriarca es, como él mismo se describió cuando lo entrevisté: “sorbete entre quien toma y el jugo, entre Dios y el creyente”. Me simplificaba su rol en una analogía donde pude entrever sus, tan necesarias para mí, intenciones pedagógicas. “Sos como el lápiz de Dios” le acoté; su tarea es escribir las recomendaciones y consejos que el Padre Celestial tiene para una persona, previamente entrevistada. Él se reúne con quien quisiese recibir la “Bendición Patriarcal”, charlan mientras grababa la conversación, luego él vuelve a su casa, ora y comienza a analizar el audio para decidir qué escribir. El orar es puerta para la conexión con Dios y, a partir de abrir ésta, se deshace del juicio propio para convertirse en un medio de la sabiduría del Padre Celestial. Al comentar la existencia del Patriarca entre mis compañeros de la escuela, comprendí que él era un elemento disonante, marcaba dos juventudes: la que entendía su apodo como el de un hombre llamado para ser “sorbete” de Dios, y la que relacionaba su nombre con el sistema que continúa oprimiendo principalmente a las mujeres: el patriarcado.

Una gran parte de los creyentes que vi en las consecutivas veces que visité la capilla eran jóvenes. A partir de esa observación pude llegar a una relación con la pregunta fundante de esta iglesia, traída de manos del profeta estadounidense Joseph Smith, en principios del siglo XIX; él se plantea: “¿cuál es la iglesia verdadera?” Y esa pregunta, llena de incertidumbre, bien podría ser un punto en donde todas las preguntas propias de la juventud, propias de las decisiones que uno va tomando al crecer, confluyen; es decir, la pregunta de Joseph Smith comparte el sentido vital de las preguntas más frecuentes de los jóvenes, preguntas de búsqueda. ¿Qué voy a estudiar? ¿De qué voy a trabajar? ¿De quién me voy a enamorar? Más allá de la tradición familiar o del círculo cercano, que impulsa al joven a meterse en esta religión, tal vez sea éste otro atractivo para que continúe estando. Porque ser joven es ir visualizando y, si se puede, arrancando a caminar sobre terrenos más definidos; ya sea sobre un trabajo, un estudio o, también, una iglesia.

“¿Cuál es la esencia de mis investigaciones?: descubrir cuáles son sus grandes pasiones, los motivos de su conducta, sus fines. Su forma profunda, fundamental, de pensar. En este punto nos enfrentamos con nuestros propios problemas: ¿qué es lo esencial en nosotros?” Las preguntas de Malinowski, padre de la antropología social moderna, me atravesaron. Él estuvo metido 2 años en una selva estudiando una comunidad. Yo, menos de una semana. Él pudo escribir un libro, yo ofrezco este escrito. Sin embargo, en este acercamiento sentí mucho de lo expuesto por él. O, más posiblemente, creí sentir con la solidez con la que creen los mormones en su religión ¿Será que lo esencial en ellos, la fuerza de su convicción, también es lo esencial en mí?

Felipe Melicchio
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