Trompe l’oeil

Completamente solo. Avasallado incansablemente por lo que alguien alguna vez dijo que estaba bien. Desorientado, nauseabundo, el olor de la hegemonía de un mundo apretado y confuso. Un mundo de colores, una explosión de palabras y matices por descubrir le había estallado frente a él justo cuando vivía uno de esos momentos de seguridad acerca de quién era, con qué colores pintaría su vida.

En un arrebato, las tintas se mezclaron entre sí, como si se pertenecieran. Los colores prohibidos y mudos de lo que yace debajo del gusto común lo mojó. Y se fascinó, aterrado por lo que podrían pensar de alguna otra cosa que no fuera el amarillo.

Fresco. Suave. Profundo y oscuro, pintó un campo lleno de céspedes. Lo hizo rápido y en secreto, pues probar los colores tabú sin duda alguna lo hacía parte de ellos, quedaría manchado con sus matices. Pero estaba tan harto del mismo césped amarillo que se le ocurrió pintarlo con un secreto, un susurro.

Un verde oscuro, doliente y casi con voz propia surgió de una mezcla extraña y nueva. Sus pupilas seguían con avidez el ácido y tembloroso movimiento del pincel sobre la tela. Un césped, un césped nuevo. Un cielo, un cielo gris. Un sol, azul. Un invierno, un invierno de colores prohibidos.

Cuando terminó, sonrió en silencio mientras un sentimiento de culpa e incertidumbre le recorría cada parte de su cuerpo. Guardó su cuadro bajo una manta y dió una vuelta por aquellos que había pintado antes, cuando estaba seguro en los colores de siempre.

Pero ahora que había sentido la brisa real de un césped de invierno, los pensamientos de plástico a los que estaba acostumbrado brillaban sobre las telas y le recordaban el valor de los colores que todos aceptaban.

Se quedó con ese cuadro, aunque nunca lo colgó. Había decidido, incluso sin saberlo, que eran sentimientos demasiado reales como para sentirlos tan seguido. Y el amarillo no tenía nada que ver con esto.

Agustín Abella
agustinabella@huellas-suburbanas.info