
06 May Reflexiones sobre la soberanía alimentaria
Reflexiones sobre la soberanía alimentaria en relación a la posición argentina frente al comité de seguridad alimentaria (CSA) de la ONU y a los 20 millones de pobres que habitan nuestro país
Hace un tiempo en estas mismas páginas de Huellas Suburbanas abordábamos la problemática de la consecución de la soberanía alimentaria, tratando de conceptualizarla desde todas sus dimensiones y analizando las dificultades que engloban su posible ejercicio desde los territorios y las comunidades. La reciente posición del representante de Argentina en el Comité de Seguridad Alimentaria de las Naciones Unidas, obviamente fijando posición del gobierno, nos anima a repensar y resignificar los alcances de la soberanía Alimentaria como concepto y como práctica.
La soberanía alimentaria es un derecho que poseemos como individuos y como participantes de un colectivo social, constituye el derecho de cada comunidad en un territorio y en una cultura dada a decidir sobre su alimentación, es decir cómo se producen, recolectan, procesan, distribuyen y comparten los alimentos, incluida la caza, pesca y cría de animales. La posición de nuestro país en el Comité de Seguridad alimentaria relativizó el rol que la agroecología posee en el ejercicio de la soberanía alimentaria, así como manifestó que los planteos agrícolas de la Argentina son “sostenibles”, no sustentables, desde el punto de vista ambiental, social y económico. Posición que marca un desconocimiento, o negación, de aquello que realmente sucede en nuestro país.
En primer lugar, la producción de alimentos, no de materias primas para la industria, está condicionada sobremanera en el caso de los productores familiares por varios factores, entre ellos el acceso a los bienes comunes naturales. En efecto, la dificultades de acceso a la tierra, y no solo como factor de producción sino como bien común, de manera permanente y efectiva, deriva por un lado en la dificultad de producir los alimentos que las familias requieren, mientras que otra parte al no existir un vínculo legal se imposibilita realizar una planificación adecuada de la utilización del suelo, tal que se mantengan sus características físicas, biológicas y químicas, por ejemplo mediante el abonado. Pasa algo similar con el agua, donde el proceso creciente de acaparamiento, ya sea por los procesos de urbanización de las áreas rurales, la instalación de grandes empresas agrarias (vitivinícolas, de aceitunas, hortícolas) así como por la expansión de la minería, han determinado una puja por este bien común natural que, además de escaso, se halla contaminado.
Como ya expresamos, la cantidad de alimentos producidas en el país depende mucho de la proporción de tierras brindada a los cultivos de exportación, que como sabemos son aquellos que justamente el gobierno asegura que se hacen de manera sustentable, cultivos que hay que proteger ya que son capaces de generar divisas por medio de impuestos y retenciones, aunque su cultivo implique una alta utilización de insumos contaminantes.
A su vez, la soberanía alimentaria reconoce la dimensión de la calidad de los alimentos también en fuerte cuestionamiento en la actualidad, dado la elevada utilización de plaguicidas, aspecto que determina que una gran parte de ellos permanezcan durante las fases de cosecha, trasporte y comercialización hasta la misma mesa donde son ingeridos, provocando diversos trastornos en nuestra salud, aunque muchas veces tarden en manifestarse. Una vez más, destacamos el rol que la agro-ecología, como paradigma, posee para producir alimentos de calidad y en cantidad suficiente para todos.
Por último, cabe reflexionar sobre el acceso a los alimentos, y es allí donde más debemos trabajar si queremos revertir la situación. Por un lado, reconociendo las características y dificultades propias que posee el sistema alimentario argentino, muy atomizado en los extremos, los productores/as y los consumidores/as, pero concretado, y extranjerizado, en las fases de transformación y comercialización, aspecto que determinada que sean estas empresas quienes deciden qué y como nos alimentamos. Además, dicha concentración determina la existencia de una gran brecha entre los precios que pagamos los ciudadanos por los alimentos, de aquellos que reciben los productores /as. En el caso de la yerba mate, mientras que los agricultores perciben 40 pesos por kilo hoja verde, nosotros pagamos 400 pesos por un paquete conteniendo la misma cantidad, de la misma manera que mientras a los horticultores se les paga 18 pesos por un kilo de tomate, en las verdulerías ese mismo alimento de comercializa a 100 pesos el kilo.
Del mismo modo, cabe preguntarnos por el acceso a los alimentos, y la continuidad en el mismo, por parte de los ciudadanos argentinos. En nuestro país, cerca de 20 millones de personas se hallan en condiciones de pobreza, el 42% de la población, aspecto que implica, entre otras situaciones, la imposibilidad de acceso a una alimentación digna, integral y nutritiva. Si bien los planes sociales pueden paliar la situación, lo hacen coyunturalmente, sin posibilidades de elección y recreando dependencia y clientelismo.
El hambre es una afrenta a la condición humana: más en un país como el nuestro donde se producen 46 millones de toneladas de maíz, 9 millones de toneladas de hortalizas, 5 millones de toneladas de frutas y 17 millones de toneladas de trigo, un país donde, entre los años 2002 y 2018, desaparecieron cerca de 85 mil unidades productivas (familias de agricultores/as), aunque esto a aquellos que toman las decisiones y participan en los acuerdos internacionales parece importarles poco.