¿Qué nos dice el coronavirus?

“Si me dieran a elegir,

yo elegiría esta salud de saber que estamos

 muy enfermos, esta dicha de andar tan infelices”

Juan Gelman

Vivimos en un sistema, que se podría definir en esta época, como “programado en modo hipócrita”

Modo que no es difícil de explicar, cuando vemos por ejemplo las llamadas soluciones que se dio desde hace siglos a los enfermos mentales y los primeros manicomios, o la salida que se dio al tema de los mendigos o la delincuencia. Todo tuvo una solución parecida.

Podríamos definir nuestro universo como una gran alfombra, enorme alfombra, donde hemos sabido barrer todo lo que no queremos ver, lo que nos produce dolor, indignación, sufrimiento, asco o cualquier sentimiento negativo. La solución fue simplemente, ocultarlo de nuestra vista, oscurecerlo, sacarlo de nuestro paisaje, que no surja en nuestra fotografía diaria… y allá fue, bajo la alfombra.

Pero desde China, a fines del 2019, apareció el virus y ha venido a mostrarnos todas nuestras mezquindades, todas esas vergüenzas de la humanidad que teníamos escondidas, toneladas y toneladas de mugre, mugre químicamente pura y más mugrosa por el ocultamiento que por la mugre en sí.

Como cualquier epidemia, genera miedo y ante el temor cada uno responde de la forma que puede; algunos piensan en sí mismos y sacan todo su egoísmo a pasear, sin ocultamiento alguno, es ahí donde piden al vecino que sigue trabajando en un hospital que se mude de edificio, porque puede traer el virus a su burbuja edilicia. Otros sacan su solidaridad y van a trabajar lisa y llanamente para que otro no se enferme, o si se enferma, que se cure incluso a riesgo de contagiarse, es decir, sale de su burbuja en función del bienestar del otro/a. La vieja y única grieta: Solidaridad o egoísmo.

Esto es simplemente si enfocamos la lente en comportamientos personales. Pero la sumatoria de esos comportamientos han ido construyendo una sociedad con su cultura y su moral y muchas veces, esos comportamientos se desarrollan por fuera de cualquier relación con la ética.

Y allí apuntó este virus: a mostrar todo esto, a ponerle luz a tanta hipocresía. Un mundo invisibilizado, sumergido en una total oscuridad, y de repente llega este virus “candil” a iluminar, aquello que tenazmente llevaba oculto desde hace siglos.

Comenzó simplemente por algo tan simple como “El sistema de salud” ante una enfermedad que parecía propagarse muy rápido, ¿Quién iba a dar respuesta, si no era el sistema Público de salud…?

Pero justo, desde hacía unas décadas, a partir de la caída del muro y a medida que el capitalismo salvaje tuvo menos y menos barreras, fue por el sistema de bienestar. Esos países donde el sistema de salud era fuerte con un alto respaldo estatal, fueron fisurados por “Seguros en Salud” y lo único seguro, es que se hicieron grandes negocios: la biotecnología, la industria farmacéutica y la industria financiera de los seguros, se convirtió en una de las herramientas más eficaces para la concentración de riquezas.

Se debilitó ese respaldo sanitario que tan sólidamente cubría el Estado. Esos países fueron los que pagaron un costo más alto ante las cifras de vidas que se llevó este virus. No debemos dejar de observar, que algunos países donde tenían cierto amparo en el sistema de salud y decidieron priorizar el mercado ante un aislamiento social, también pagaron ese costo.

A partir de ese momento, el candil del COVID-19, no ha dejado de levantar la alfombra y mostrar toda la deuda social habida y por haber.

Pasamos de los Sistemas de salud a las instituciones geriátricas

Otro tema que no queremos ver, es la vejez. Esa construcción social que nos aterra y por el mismo motivo consumamos un estereotipo reduccionista y la exponemos como un estado homogéneo, improductivo, inactivo y dependiente.

En un sistema donde el valor está puesto en el material productivo, esta construcción solo puede ser circunscrita como una carga social y presupuestaria, por lo que es devenida como una marginación social, si hasta el nombre se le saca a estos individuos, e incluso hasta su función social, de padre o madre, pasa a convertirse en viejo o viejita.

Todo esto a medida que hay un marcado envejecimiento social, con el debido aumento de la esperanza de vida, hace que en Argentina exista un 13,7% de población mayor a 65 años.

Ante esta realidad, en familias donde todo adulto trabaja y el cuidado de personas mayores se transforma en una problemática donde es escasa o nula la ayuda estatal, la solución viene de la mano de la institucionalización. De esta forma se resuelve el cuidado y por sobre todo la presencia cotidiana de la verificación de la finitud de la vida.

Esta institucionalización, que generalmente se lleva a cabo en sitios con una finalidad lucrativa, conlleva un par de acciones: primero, una práctica des-socializadora, donde hay una ruptura con la propia historia, la cotidianidad y el ámbito personal, y luego una práctica re-socializadora, con su nuevo ámbito ya sea físico y personal con los convivientes.

Toda una realidad a ser reflexionada, ya que este virus la puso sobre la mesa, no debemos hacernos los distraídos nuevamente.

Este grupo, vulnerable por la edad, por las comorbilidades que poseen como hipertensión, diabetes y tantas otras patologías que nos traen los diversos determinantes sociales, también es vulnerable por su contexto de encierro. Y allí el virus enfoca con sus luminarias a otros contextos de encierros, por ejemplo, las cárceles.

Estas otras instituciones penales, que solo deben ser los sitios donde se da cumplimiento a la pérdida del derecho a la libertad, único derecho que se pierde cualquiera sea el delito cometido. Resulta ser otras de las diversas realidades que escondimos bajo la alfombra de la hipocresía.

A nadie importó si otros derechos eran vulnerados en esos establecimientos, que incluyen problemas por hacinamiento, mala alimentación, salud, trabajo, educación. A pocos les interesó saber si esos derechos se ejercían en esa población.

Toda injusticia tiene un hilo conductor que es la discriminación, solía decir Paco Maglio

Es cómoda la posición distraída de no observar estas situaciones: mientras no nos toca no es problema nuestro. Ahora, en la pandemia, de un momento a otro se transforman en problemas nuestros. El impacto de una masiva infección en una cárcel se transforma en un colapso de un sistema de salud público, que se ha transformado en el único capaz de dar respuestas.

Bien es sabido que acá, como en toda parte del mundo, las cárceles están llenas de pobres. Colectivo, este de natural discriminación social.

Así podemos seguir recorriendo las diversas poblaciones vulnerables que nos va marcando este virus: habitantes de las villas, donde el hacinamiento, la injusta nutrición y las necesidades básicas de elementos de higiene, desinfección y a veces hasta la misma agua, también son uno de los determinantes que llevan a la propagación incontrolada de esta pandemia.

Un párrafo particular, también merece otro colectivo vulnerable que este virus viene a mostrar

Los y las trabajadores/as de la salud. Una población que se desarrolla en un marco conocido como pluriempleo. Es decir, se sale de un trabajo donde los sueldos son exiguos y se va a otro. En este contexto, esta población recorre varios ámbitos donde puede ser contagiada, y a su vez también pueden contagiar de un establecimiento a otro. Esos deprimentes salarios nunca fueron un importante objetivo social, nunca se cuidó a quienes nos cuidan.

Podemos seguir este listado que no son ni más ni menos que las víctimas del sistema. No son las víctimas del virus, son víctimas del sistema.  Víctimas ocultas y vergonzantes, como la pobreza en Nueva York tan vergonzante como la pobreza en cualquier parte del mundo, villas, cárceles, geriátricos, sistema de salud. Todo ello es el producto de un sistema de concentración de riquezas a cualquier costo, pero resulta que apareció un virus con un dedo acusador, que por estos días es quien nos está mostrando el raquitismo ético de la humanidad.

Juan Canella
juancanella@huellas-suburbanas.info