Oda a la fémina que está sola y no espera

Por Noor Jimenez Abraham*
Vivir sola puede resultar en un fascinante viaje al yo interior que toda mujer debería intentar recorrer en algún momento de su vida, específicamente, en relación al hecho de no estar en pareja, dado que, en nuestro sistema, si no hay un varón a su lado, se considera que ella sufrirá la soledad.
Pues entonces, vaya como un deseo para todas, el  que se lancen a vivir esa experiencia cuando aparezca la chance, y esto quiere decir no sólo intentar buscarla sino no padecerla en el momento en el que ocurra, ya sea el elegido o el que se dio.
Al catalogar a las mujeres, la sociedad las hace madres, esposas, amantes, compañeras, amigas, empleadas, secretarias, vecinas, amas de casa, hijas, y muchos más roles, siempre a expensas de un otro que las acepte, que las guíe, que otorgue su aprobación para que ella pueda seguir adelante y que le confirme el buen camino para cultivar la auto confianza.
Pero “estar sola” sin  victimizarse ni añorar lo pasado o suspirar por lo futuro, puede convertirse en un espacio donde liberar el presente de recuerdos y sueños de personas que estén allí sólo para completarlo, y en su lugar, ocuparlo con la creatividad que surge del vacío; la reflexión, del silencio;  la sabiduría, de la propia observación.
Y entonces atravesar la experiencia de vivir un largo tiempo sin lo que la sociedad ha señalado como medios de protección para las mujeres: padres y después parejas, y si no los hay, hermanos, o amigos, alguien con testosterona suficiente como para estar a cargo e infundir seguridad, pues podrá aparecer también como “He-Man” o “Mr Músculo”, no interesa el rótulo, porque siempre dirá qué es lo que hay que hacer y lo reiterará para el convencimiento de que “ella sola no puede”.
Sin embargo, para crecer y llegar a la verdadera adultez, es necesario resignificar la esencia; renacer al poner en duda tradiciones, creencias, mandatos; desterrar mitos para elegir de modo más crítico cada pertenencia, social, económica, espiritual, la que fuere.
Cambiar el hábito de que al dejar la casa de las personas adultas de la infancia compartida se deleguen los roles de comando a una pareja, para luego quizás, romper una relación y buscar desesperadamente la que sigue y nunca aprovechar de ese lugar vacío. Y así, una y otra vez, sin mirada interior ni crecimientos. 
Porque a las mujeres, desde muy chiquititas, se les enseña el arquetipo de la protección, y no solo la que las compele a la asistencia a los demás, sino aquella  abarcativa, que atraviesa el ser, porque es la que dice cómo se deberá comportar, en una  búsqueda eterna de la felicidad y a partir de su relación con los otros, para nunca quedar incompletas.
Los mandatos afirman categóricamente que si no son madres, no se recibirán de mujeres y que si no están en pareja, no escaparán a las histerias. Y así, que no importen defectos o incompatibilidades, porque el señor “ya va a cambiar” y si no, “a aguantar un poco, que lo esencial es que alguien esté allí, ocupando el puesto”. Y aunque pasan los años y pareciera que los discursos también cambian, el mensaje que atraviesa al inconsciente colectivo repite como un mantra las consignas centenarias.
Pero hay otras realidades, en las que aparecen maravillosas experiencias, como las de planificar escapadas con amigas, intimar con quien plazca, recorrer lugares impensados, disfrutar salidas no convencionales, hacer lo que “pinte”, elegir un pasatiempo, y especialmente, no tener que explicar por qué se quiere hacer algo “a determinada altura de la vida”.
Quedarse hasta la hora elegida trabajando, leyendo o haciendo nada, sin acusaciones externas por demorarse en ir a la cama.  Cocinar sólo si se antoja comer y bañarse cuando se quiere. Depilarse o no, pero por elección. Ser la dueña del control remoto. Hacer un recorrido a lo largo y ancho de la cama. Que el único sonido para despertarse sea el canto de los pájaros o el del motor de los autos, según el ambiente. Tener todo el ropero a disposición. Desparramar la ropa en la maraña preferida. Elegir calzado, palabras y a quien se observe.
Invitar a casa a las personas de la propia lista y hacerse amiga sin condicionamientos ajenos.  Hablar con compañeras hasta agotarse y reír con los peques haciendo que tiemblen las paredes. Conocer otros paisajes, decidir las inversiones, no explicar los gastos ni las faltas. Lidiar con los artefactos y que ellos lidien contigo; lo que sea, no importa exactamente, mientras las decisiones sean auténticas, al menos en el ámbito de la intimidad, porque el mito de la media naranja se ha robado la posibilidad de la plenitud y la autodeterminación.
Llegará entonces el orgullo por miedos vencidos, soledades atravesadas, insomnios ahogados, dudas aceptadas, colores repintados, energías inventadas, carencias hechas cargo, sabores probados, peligros traspasados, incertidumbres derrumbadas, lágrimas reconocidas, risas reeducadas, olores incorporados.
Porque de esas experiencias en la soledad crecerán con otras alas las energías. Y después, cuando se quiera, quizás, alguna vez, intentarlo de a dos. O no.
*Doctora en Ciencias de la Comunicación Social

@noor_j_abraham


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