Mentira es la última verdad

Va a ser un año largo… espeso… y probablemente cargado de momentos de una violencia como hacía mucho tiempo no se vivía en nuestro país.

Una antigua compañera de un antiguo empleo, con quien conservo amistad, conversaba ayer con quien suscribe y me sintetizaba, desde sus saberes en psicología, algo medular de lo que nos pasa como sociedad, cada día con mayor brutalidad: “Estamos signados por una pulsión de violencia”, y aunque quienes así se manifiestan, explícita o declamativamente, sean una –numerosa- minoría, su intensidad impacta infinitamente más y más rápido que las pacientes conductas de quienes elegimos el sendero de ciertos ejemplos desde la ética y la vida comunitaria en paz.

Sabido es que, desde los instrumentos comunicacionales y generadores de opinión pública, que son los multimedios y las redes sociales expertas en distorsionar la realidad más sencilla y tangible, los mensajes y hechos de violencia son mucho más “interesantes” que las notas sobre emprendimientos solidarios o gestos de sincero amor entre ciudadanos, que los hay.

No es malo saber asumir una derrota de índole educativo-cultural y quizás también moral, siempre parcial en un mundo tan dinámico y vertiginoso hasta el extremo, últimamente, de situarse en un incómodo cerco lleno de interrogantes hacia la vida planetaria, por culpa de un pequeño puñado de egos extremos y locos armamentísticos irremediables, que juegan a la muerte (siempre ajena) en un ajedrez despiadado de intereses y vanidades incalculables. Lo muy peligroso y dañino es pensar que podemos continuar perdurando con parches, voluntarismo y apelando más o menos siempre a lo mismo, potenciando luces y tapando alevosamente las propias sombras. Esas actitudes, de aquí y acullá, son las que han ido esmerilando la confianza y las esperanzas de una importante porción de nuestra sociedad con respecto al paciente y largo camino de la justicia (que casi no existe) y la convivencia en paz (que tiende a desmoronarse en todas partes).

En este contexto tan sensible y de irritación social en aumento, a pocos compatriotas les importan las campañas electorales que ya arrecian en sus disputas internas e intersectoriales.

El discurso de ultraderecha, con toda su batería de condimentos indigestos, sigue prendiendo en el imaginario social. Y si no llegara a traccionar lo suficiente para sus representantes electorales, en todo caso será porque se opta por algo ligeramente más “moderado” desde donde sostener la fachada (y la fantochada) de la vigencia de las instituciones demoliberales y el imperio de la constitución.

Del otro lado, ¿Qué decir que ya no hayamos expresado desde hace, por lo menos, un año atrás? Una inflación galopante (deberíamos dejar de ser tan hipócritas: un 100% anual, o más, de inflación, es indefendible e injustificable: basta de esconder la cabeza como avestruces) que sigue sin ser controlada; aumentos abusivos de todo producto necesario para la vida más esencial, pero también los aumentos llegan con suma dureza a la hora de comprar insumos para variados rubros productivos y en particular, microemprendimientos familiares. Una amplia porción de nuestro pueblo la pasa horrible en el día a día. Quien ensaya estas líneas editoriales se incluye en ese maremágnum de carencias y suplicios inauditos para intentar llegar con la comida hasta fin de mes.

El humor social, naturalmente, se ve afectado, devienen discusiones, frustraciones, y el caldo de cultivo para que seamos testigos cada vez de mayores niveles de prácticas violentas, no sólo las delictivas tristemente tradicionales.

Por si lo anterior no fuera suficiente, sigue en pie esa aberración antipopular, que es la actual ley de alquileres, la cual pondrá a lo largo del presente año en jaque a millones de compatriotas cuando estos tengan que renovar sus contratos o pagar los respectivos ajustes y se encuentren con un incremento de, al menos, el 100%, con el riesgo latente de no poder solventar dichos gastos, máxime tratándose de la legión de monotributistas, cuentapropistas varios y trabajadores no registrados, que no saben de aumentos por paritarias (ni de vacaciones pagas, entre otras cuestiones que algunos pícaros intentan dar por universalizadas en sus afanes proselitistas de perfectos flotadores).

Hay quienes creen que todo marcha sobre rieles, que el país es una máquina de crecer y prosperar, y están los que plantean que vivimos poco más o menos como Uganda, Haití o Somalia, por dar algunos lamentables y tristes ejemplos de los abismos en los que la humanidad es capaz de descender sin tenderle la mano a quienes más lo precisan.

Y así, entre medias verdades y mentiras completas, vamos avanzando hacia una sociedad cada día más intolerante y, por qué no señalarlo, repulsiva en muchos aspectos… mientras unos creen que lo sensato es apelar al mismo folklore que ya todos conocemos, harto trillado y que no conmueve a nadie entre las mayorías silenciosas desencantadas de la política partidaria, y los otros prometen a cara descubierta “reordenar” de acuerdo a sus intereses y los de sus mandamases multinacionales, un estado social donde nadie pueda siquiera pegar un grito al cielo sin correr serio riesgo, cuando menos, de que un uniformado o un vecino “empoderado en intolerancia, misoginia y racismo” le partan la cabeza, sin el menor remordimiento, y sin que a los grandes formadores de opinión se les caigan los anillos.

Daniel Chaves
dafachaves@gmail.com