
06 Abr Malvinizar el rock y rockerizar Malvinas
La primera relación a observar en distancia entre Malvinas y el rock, surge de la esencia misma del capitalismo y sus efectos depredadores. Ambas expresiones fueron, a su tiempo, despojadas de su identidad, de su naturaleza y de sus pretensiones. Malvinas, a instancias del alfonsinismo y el menemismo, fue transformada en una fecha de almanaque, en un feriado recordatorio de algo que pasó «en un país lejano, hace mucho tiempo», como supo decir Trotsky de la Revolución Rusa. Algo totalmente ajeno. Un mero disparate de una dictadura asesina a la que también el sistema buscaba suavizar y esconder apelando a la construcción del sentido común.
La Guerra de Malvinas de pronto dejó de significar la defensa legítima del espacio vital de un país oprimido, enfrentado a una potencia imperialista y colonialista. Sus mapas y sus recuerdos fueron olvidados y sepultados bajo toneladas de bordes de pizza mordidos y copas engrasadas con lo que quedó del champagne de la fiestita noventosa, según los cánones imperantes del turco’s way of life.
Y con el rock, y con la cultura rock en particular, pasó algo similar que no se notó tanto en los 80’s y 90’s merced a la resistencia underground, pero que sí se nota ahora y sí se notó en el mainstream del rock, aquel rock que se embelesaba con su ombligo virtuoso pero no miraba a los desangelados, como caracterizó el Indio Solari al maremágnum sanguíneo de la juventud conurbana que encontró su sentido de pertenencia lejos de las tertulias intelectuales y las montañas de acordes amontonados en cinco minutos de García y Spinetta. Ese rock de clase media fue el que no supo nunca qué hacer con Malvinas. Fue el que en su día tuvo un orgasmo patriótico durante el Festival de la Solidaridad Latinoamericana y a la mañana siguiente se auto-flageló por culpa con las cuerdas de la guitarra que usó el día anterior. Pendular. Como la pequeña burguesía. Así, Porchetto archivó y desarchivó su «Reina Madre» una y mil veces mientras Gieco le pedía a dios que no le sea indiferente primero ante el conflicto con Chile por el Beagle y después ante la nada misma. Al menos hasta que se volvió a poner de moda en los noventa. Pero también el rock tuvo a Almafuerte y «El visitante» y Attaque 77 y su «2 de abril», dos gritos de guerra inclaudicables, que lejos de victimizar a los héroes, narran su angustia y su lucha con hidalguía y valentía.
El rock es un mensaje joven más no inconsciente. Es rebelde y también revolucionario, que no es lo mismo, porque es la expresión artística contracultural de las necesidades espirituales, materiales e intelectuales de los oprimidos de su tiempo. Atraviesa desde su génesis el dolor de los negros de la Chicago del 50′, el hambre de los hijos de la clase obrera desocupada de Londres 77′ y la lucha de los pueblos libres.
El rock tiene raíces contestatarias. Es contracultural. Dice cosas desde su lírica, de Dylan a Osbourne y desde su imagen, de Warhol a Richard Hell. Tiene una identidad por la cual luchar y a la cual sostener.
Malvinas también.
Comprometida al tiempo y al espacio, la historia de Malvinas es una parte importante del corazón de América Latina y es necesario sostenerla en la memoria y la acción, y una de las maneras de hacerlo es usar la herramienta cultural del rock y su potencia para arraigarla en la memoria colectiva. Si es necesario incorporar Malvinas al rock en Argentina, también es preciso incorporar el espíritu elevado del rock primigenio a la causa Malvinas. Malvinizar el rock argentino y rockerizar Malvinas.