
09 Sep Las semillas: de un bien común, enriquecido por las comunidades, a la apropiación por parte de las empresas químico / semilleras
Las semillas son la base de sustentación de nuestra alimentación y han sido, y aún lo son, las comunidades de pueblos originarios y productores familiares de diferentes orígenes; criollos, europeos, asiáticos, quienes las han enriquecido, las han seleccionado y conservado.
Se ha propiciado tanto su enriquecimiento, a partir de las plantas silvestres, en las características alimentarias, medicinales, forrajeras, tintóreas y textiles, el valor de uso que le asignamos los seres humanos, como su traslado de un continente a otro en las ceremonias y los procesos de intercambio de bienes y saberes.
Los dos procesos descriptos han permitido hacer más sustanciosa, equilibrada y diversa nuestra nutrición, distintos colores, sabores y olores, que hacen que el alimentarnos sea más que comer, e incluya la selección, combinación y preparación de los alimentos de manera especial.
En relación con la salud, los seres humanos hemos investigado las propiedades de las plantas medicinales, según modos de descubrimiento y validación basados en normas tradicionales o comunitarias. Así hemos podido descubrir hierbas no sólo con capacidad de “curar” sino de prevenir enfermedades –como la planta llamada abrojito utilizado en el tereré.
Las plantas silvestres han evolucionado en el mejor sentido de la palabra, sufrieron modificaciones en las características genéticas, hasta llegar a las plantas que hoy consumimos, luego de un proceso de selección donde fuimos buscando obtener características que mejorasen sus aspectos culinarios, como el caso de los repollos, y también sus características agronómicas haciendo más sencillo el cultivo, como en el caso de los porotos, e incluso mejorar la protección frente a los insectos y otras adversidades, como en el caso del maíz.
Respecto al traslado o avance de las semillas en los territorios, han intervenido procesos de intercambio entre pueblos y comunidades, el comercio, las guerras y más acá en el tiempo las migraciones en busca de otras condiciones de vida y trabajo. Cada comunidad en función del clima de la zona, de los suelos predominantes, de las condiciones de vida y costumbres e incluso de las adversidades (insectos presentes) fueron adoptando y adaptando las semillas. Es así como el maíz, en un largo proceso, llegó a nuestro país desde México por dos vertientes; una que siguió el camino de la cordillera de Los Andes hasta llegar a Salta, Tucumán y Jujuy, y otra por los márgenes de océano Atlántico, que, pasando por el Brasil, llegó a Misiones y Corrientes.
Las familias que atesoran las semillas no solo lo hacen por un criterio económico, las obtienen sin erogaciones monetarias, pero con trabajo familiar, sino porque se adaptan a las condiciones agroecológicas zonales, a los gustos y también por un discernimiento político: ser libres, decidir su alimentación de manera independiente del Estado y del mercado -que pueden imponer sus propias semillas- generando dependencia económica y alimenticia.
Las semillas han sido y son un patrimonio de las comunidades, desde hace más de 200 años en un proceso paulatino pero envolvente. Luego las empresas privadas se han ido apropiando de las mismas, poniendo un precio a lo que antes solo tenía valor. La revolución industrial que determinó un éxodo de población desde las áreas rurales a las urbanas propició la demanda de alimento en las ciudades, al mismo tiempo que favoreció la mecanización de las tareas agrícolas. En este caso se produjo una homogenización del tamaño, forma y otras características de las semillas. Así surgieron semillas uniformes para salir por el caño de una sembradora, uniformidad de tamaños de frutos y plantas para su recolección mecánica.
El proceso se retroalimenta con la creación de las semillas híbridas en los años ’60. Aunque la hibridación es un proceso natural y fue utilizado por los seres humanos para evitar la homogeneidad y con ello la vulnerabilidad de las plantas cultivadas, las semillas obtenidas de híbridos comerciales, por ejemplo, en el caso del maíz, no pueden volver a sembrarse, dado que “pierden” sus características particulares, obteniéndose una magra cosecha. Es así como los productores deben comprar las semillas híbridas todos los años, quedando sujetos a las empresas proveedoras que forman parte de los complejos alimentarios.
La última innovación de las empresas químico / semilleras son las semillas transgénicas, a las cuales se les incorporan genes, información genética específica, mediante lo cual la planta expresa una característica que antes no tenía, por ejemplo: resistir a los insectos o los herbicidas. El gen incorporado es de un ser vivo, por lo general de una bacteria, con el cual la planta nunca hubiera podido intercambiar información. En nuestro país las empresas que producen semillas transgénicas obtuvieron autorización para liberarlas al medio en el año 1996. Felipe Solá era Secretario de Agricultura, y desde allí, según las estrategias de los productores, y con el apoyo de diversas políticas públicas, se ha incrementado su utilización no sin diversos efectos: a) sociales como la desaparición de productores, b) ambientales, como la pérdida de diversidad biológica cultivada y natural, el incremento en la utilización de plaguicidas y probables efectos en la salud. C) Socioambiental, como una parte más de la lógica empresarial, que toma a los bienes comunes como mercancías; ahora las empresas demandan, desde la incidencia política, la sanción de una nueva ley de semillas que incorpore tanto las transformaciones producto de la ingeniería genética, patentando la vida como si las semillas fueran bienes industriales, o cuanto menos restringir la conservación de las semillas por parte de los productores luego de la cosecha, mediante la firma de contratos que regulan y pactan un precio por la reutilización. En ambos casos, además de las consecuencias socioambientales y de la transferencia de ingresos de los productores a las empresas se limita la posibilidad de atesorar, conservar, enriquecer e intercambiar nuestras propias semillas, base de nuestra alimentación.
Los productores siempre buscaron diversidad y adaptación a cada territorio. Las empresas, por el contrario, buscan uniformidad y plasticidad, la adecuación a varios ecosistemas. Las semillas deben seguir en manos de los productores como bien común y no transformarse en una mercancía más. De todos depende lograrlo.