
06 Abr La última noche
En la habitación más lejana, más oculta, se escuchaba el repiqueteo débil de unas uñas descalzas contra el piso, arañando la consciencia en el dolor profundo de una rebeldía acallada. El anciano, ya abuelo, sabía que probablemente había otros susurros, otra lucha para mantenerse despierto en las demás entrañas de esta prisión que, de alguna manera, ahora era una especie de hogar, un hogar del terror. Donde la violencia urgente va a parar, donde el río se calla y se seca, donde pensar puede costarte un dolor incalculable, y mantener el silencio, por más imposible que parezca, es lo más inteligente. Como una especie de misión personal, el silencio se vuelve retorcido, crudo, volátil.
Porque el anciano sabe que solo hay un final posible, que lo más cercano que puede estar de sus nietos es en el recuerdo efímero, y cada vez más borroso, de sus rostros. Por eso cierra los ojos y araña el cemento bajo sus pies, para no olvidar. Para no olvidar que la vida, en algún momento, fue mucho más simple. Y aborrece pensar que en cuanto se duerma, vencido por la presión increíble de un maltrato sin nombre y sin cara, se va a olvidar. Porque espera que, pase lo que pase, su último suspiro se siga aferrando desesperadamente a sus manitos, a sus caritas, a sus sonrisas.
Entre tanto ruido, y aunque su boca palpite verdades; que no sabe nada, que solo estaba pasando, que no es parte de lo que persiguen; es inútil. Solo queda callar, y esperar. Solo queda estar a la merced de un odio antiguo, de un odio que, aunque juraron y sonrieron diciendo que ya se había terminado, seguía fresco, vivo, latente. Solo queda buscar seguir despierto, bancar el dolor con el recuerdo de algún otro momento, libre. Solo queda odiar en silencio, aunque tu boca se atrofie, tu garganta arda en llamas, y tus dedos sangren. No hay futuro, no hay luz, no hay música ni consuelo, no hay lágrimas ni culpables.
Cuando lo van a buscar para trasladarlo, él ya está en paz. Era el momento que ya sabía que se venía, el derecho irrenunciable a matar a tus enemigos sin culpa ni resentimientos, sin mirar atrás, sin pensar en la verdadera raíz de todo este dolor, sin pensar en nada más que en el odio y la misión, las órdenes que vienen desde algún otro lugar (aunque ellos tampoco sepan muy bien de dónde), órdenes divinas, que no deben ni pueden ser desoídas, ignoradas o cuestionadas. Eso, obvio, es si realmente valorás tu vida y tu libertad, si no querés ser parte de la cacería de brujas y del odio sin fin, si querés a tu familia y, mucho más importante, a tu patria.
No viene del hambre, no viene de la desesperación, no viene del amor, son sólo manos que responden a la furia, al asco, al miedo. Son sólo manos, son sólo golpes, es sólo la fuerza imparable de muchos hombres unidos bajo el estandarte de la paz, aunque sus banderas andan teñidas en sangre,
Mientras el cielo observaba en silencio, teñido de una oscuridad conocida por todos, el anciano pensó que, tal vez, aún había tiempo para un último milagro. Que, era posible, todavía había espacio para una esperanza fugaz, un último golpe de suerte, dar vuelta el tablero, patear la mesa de juego. Que vieran, por fin, que no hay dolor urgente que causar, y, aún si así fuera, que su muerte no cambiaría nada. Que quizás podría volar. Que tal vez, Dios ya se había cansado de ver tanta sangre, que era momento de parar. Que había un secreto, algo preparado solo para él, un regalo que solo se puede abrir cuando estás a punto de perderlo todo.
Mientras cae, en su vuelo silencioso, aunque todo es borroso, aunque todo duele, aunque cuesta pensar, aunque va en picada y no hay freno ni alas divinas que aparezcan para ponerlo a salvo, mira hacia arriba pensando en otros momentos. Una luna llena le sonríe, desde arriba, hermosa. Y él le sonríe también.