La mala educación sentimental

Por Uriel Kon, colaborador desde Jerusalén


   Se va cerrando esta pequeña y paradisíaca ventana abierta de medio oriente al mundo. El flujo de noticias se irá diluyendo. La operación masacre quizás se olvide. En Israel, es hora de resumir y decantar la guerra en números, como en el final de un videojuego: tantos ataques aéreos, tantos cohetes, tantos muertos, tanto dinero invertido.
   Pero queda el zumbido. Repiqueteo monótono, torturante e insistente – efecto de la repetición sin fin de las diez frases hechas que conforman la consciencia israelí. Casi como disciplina para entrar en trance; manera de espantar pensamientos intrusos, dudas, debilidades, y de acallar voces inapropiadas.
   Queda el zumbido, queda el repiqueteo retorico. Aprovechémoslo, aprovechemos el momento, horas antes de que la magia israelí dicte la amnesia colectiva y que la gente diga: ah! Cómo? Nosotros no!! Pero qué? Por favor!! Seguiremos buscando la paz como siempre, incluso bajo las piedras…
   Aprovechar este momento para cerrar esta ventana, ritualmente. Justo cuando la prensa local comienza, por primera vez en este último mes, a hacerse eco del sufrimiento ajeno para esculpir el consenso sobre la necesidad de interrumpir la fiesta guerrera – ya al borde de un cataclismo diplomático. 
   Justo cuando el escritor Amos Oz, como un Vargas Llosa obsesionado por el premio Nobel de literatura, decide acordarse y recitar en ingles – luego de 1800 muertos – que «solo la paz derrotara a Hamas». 
   Justo cuando comienzan a multiplicarse los artículos sobre el desastre humanitario en los hospitales de Gaza: «el ER palestino», decía casi a modo de burla cínica un medio israelí masivo, para describir el primitivismo tecnológico en la medicina Gazati de emergencia. 
   Justo cuando se multiplican los reportajes a soldados enojados al haberse quedado, según ellos, con las ganas, con un «gran sentimiento de oportunidad desperdiciada». Justo cuando comienzan a mutar las «playlist» de la radio, de la cadena de temas victimistas de holocausto, al mero pop alegre. 
   Recalquemos, entonces, antes de la vuelta a la rutina, que nada cambiara en este país, mientras sus habitantes sigan adorando la mitología militar, mientras se nieguen a rechazar organizadamente al enrolamiento – materializador de políticas de destrucción. 
Nuevamente: la negativa al ejército, o al «ejercito del pueblo» como lo llaman ellos, es la única esperanza de paz. La negativa masiva a pelear por la manutención de las colonias enquistadas en los territorios ocupados. La negativa a vivir del horizonte bochornoso creado por el aparato colonizador israelí.
   Lástima que esta esperanza no sea más que una utopía irrealizable: he llegado a ver padres relatando guerras a sus hijas sentadas a upa, luego de unas copas. Fui testigo de conversaciones nostálgicas entre hombres – con sus mujeres observando pasivamente, obnubiladas – sobre guerras pasadas. Al vivir entre soldados latentes, eternos reservistas y nacionalistas castrenses, se pierde la esperanza de civilización.

   Esta mañana en una librería, me dedique, un rato, a la lectura de textos escolares adoctrinadores de escuela primaria y secundaria: «Vivir juntos en Israel», «Ser ciudadanos en Israel: estado judío y democrático» e «Israel: país judío y democrático». Salpicados de contradicciones imposibles, utilizando explicaciones confusas, aquellos libros intentan describir una falacia: un estado que por un lado otorga un estatus especial al israelí-sionista-judío, pero que por el otro dice preservar los derechos y la igualdad de las minorías. 
   Cualquier lector sensible, se dará cuenta de que bajo la escritura intrincada de dichos textos, subyace la problemática misma de esta sociedad; los textos nos están diciendo que evidentemente no existe el «vivir juntos» y menos el acto de convivir: existe una notoria separación entre el «nosotros» y el «ellos», entre «nuestra cultura» y «sus costumbres tribales».
   Pero el horror y el escalofrío irrumpen al darnos cuenta de lo que ya sospechábamos intuitivamente – que en ninguno de los libros, ni siquiera en un apartado, o en un párrafo o una palabra, figura el pueblo palestino. No figuran los tres millones y medio de palestinos rehenes. No figura ni el pueblo, ni su territorio, ni sus aspiraciones, ni su historia. Tampoco figura la Nakba – desastre palestino de 1948 que fuera la contracara de la independencia israelí. 
   El lector informado sabrá de la existencia de libros de texto alternativos «Viaje a la vida cívica» y ״Como se dice Nakba en hebreo», ambos censurados, anulados y prohibidos por el ministerio de educación israelí: el primero por hablar críticamente de la violencia de base racial de la derecha sionista, y el segundo por narrar la catástrofe palestina en paralelo al imaginario nacional Reinante. 
   Si preguntásemos al alumnado israelí que es la Nakba, no sabrían darnos una respuesta. Es así que la negativa israelí a reconocer y a hacerse eco del sufrimiento del otro, está profundamente enraizada en el plano educativo. Diríase que no existe el sufrimiento del otro, ya que no existe tal cosa, la otredad – salvo, como ya sabemos, una otredad demonizada, carente de territorio y de rostro. 

 

   Este es mi último textito, desordenado, rápido, sin dirección. Mi agencia de noticias y denuncias esta próxima a cerrar, junto con la ventana paradisiaca a medio oriente. Tomo un taxi buscando, como el otro día, un lugar donde trabajar tranquilo lejos del zumbido repelente. 
   Me siento en al café del complejo «Notre Dame», frente a la ciudad vieja, en el noroeste de su muralla. Estoy en el límite mismo entre Jerusalén oriental y occidental. Por aquí pasaba, entre 1948 y 1967, otra muralla, que dividía a las dos ciudades – la israelí y la jordana. 
   Retrocediendo en la historia, este mismo punto geográfico supo ser parte del centro de la llamada «Nueva Jerusalén». A su vez, a principios del siglo 20, esta fue la sede de las autoridades otomanas en la ciudad. Aquí fueron instalados los primeros focos de luz eléctrica, dando lugar a la entrada en la modernidad y al descubrimiento de la noche, de la vida nocturna. Por aquí pasaban musulmanes, judíos, cristianos y turistas, mostrándose: mostrando sus ropas festivas, sus zapatos nuevos, y su disposición para la vida social. Aquí mismo, un grupo de palestinos nativos, se había manifestado en contra de un castigo otomano – el de obligar a inmigrantes sionistas a limpiar las aceras de las calles.
   Pero la historia misma de la ciudad fue distorsionada por el sionismo, que se atribuye la génesis misma de la Nueva Jerusalén, omitiendo lo que la historiografía ratifica: que a la par de los primeros barrios judíos construidos fuera de las murallas, venían pululando barrios de casonas palestinas y complejos religiosos cristianos.
   Vivimos en una ciudad portadora de varios mapas superpuestos, aunque de-construidos cognitivamente por la historia oficial. Nada más lejano e inasible que el paseo y el libre tránsito generalizado, bajo los primeros faroles eléctricos. Hoy en día, con electricidad a raudales, riego por goteo y una modernidad hace tiempo instalada, llama la atención que la sociedad israelí hegemónica, no logre, o por lo menos no trate, de salir de su notoria oscuridad.

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