
10 Nov LA GRAN NOBLEZA DE “EL CHACHO” COMO SER HUMANO Y LAS GRANDES TRAICIONES QUE SUFRIÓ
En su facón, que se exhibe en el Museo de Historia de La Rioja, puede leerse la inscripción que definía su carácter: «Naides, más que naides, y menos que naides».
Ángel Vicente Peñaloza, apodado «El Chacho» Peñaloza, (Malanzán, Virreinato del Río de la Plata, 2 de octubre de 1798 – Olta, La Rioja, 12 de noviembre de 1863) fue un caudillo y militar federal argentino, uno de los últimos líderes de esa corriente en alzarse en armas contra el centralismo de Buenos Aires.
El Chacho, como Facundo Quiroga, Felipe Varela y varios más, ejemplos de caudillos como seres democráticos y federales, dieron todo por la Patria, por la dignidad de los pueblos. Esos catorce ranchos, como llamaba Tejedor en su célebre frase: “Salven a Buenos Aires aunque perezcan los catorce ranchos”, palabras más palabras menos, eran las provincias que estaban sometidas a la ignominia, a la barbarie, producto de las políticas “civilizadoras” del centralismo unitario mitrista, que un puñado de familias, llamadas “OLIGARQUÍAS” sometían a sangre y fuego a dicha política bajo los intereses espurios, cuyo objetivo era la crematística entre estas familias y el Imperio Británico.
Bravo Tedin, historiador riojano de la Academia de Historia, en una de sus proliferas producciones como El Chacho y Urquiza. Las sangrientas luchas federales que tuvieron como epilogo la historia de una traición, dice:
“El Chacho: el más humano de los caudillos”. Ni fue un buen estratega, ni destacó en ese sentido como Paz, no logró casi triunfo alguno a no ser esporádicos entreveros pero sí estuvo presente, destacado por su bravura, en La Tablada, en Las Playas, quizás la más virulenta batalla de nuestras guerras civiles: no gobernó su provincia ni ninguna otra, pudiéndolo hacer muchas veces, aunque por él pasó casi exclusivamente por él, en mucho tiempo, el meridiano político, del país; no se enriqueció ni robó nada de sus adversarios. No le quedaron como a Quiroga ni “tapados” ni nada de nada. A no ser sus humildes ranchones de Guaja, franciscanos en su austeridad y dignos en todo sentido que no quedaron para la historia pues el furor de sus enemigos los depredó e incendió inmediatamente de muerto el caudillo”.
Para mostrar la dimensión de su coraje, valentía y nobleza hay momentos en que en una de sus tantas reuniones informales de las montoneras que tenía, un soldado le preguntó: “General ¿Cuándo tendremos una victoria?”; este lo miró y, con una reflexión no expresada en palabras esgrimió tal respuesta: “Tomó su caballo, lo montó y dándoles unos pequeños golpes de rebenque en sus cuartos traseros, salió en un apacible trote sin mencionar palabra alguna. Al ver esto, el resto que se encontraba en cuclillas se incorporaron, montaron en sus jamelgos y siguieron detrás de él en un gran silencio y respeto, donde sobraban las palabras, pero sí la reflexión y la lealtad a ese gran conductor.
En el tratado de las banderitas, donde hubo un intercambio de prisioneros con Sandez e Irazábal, El Chacho, a través de una orden que le dio a un subalterno pidió que le trajera a todos los prisioneros que él había tomado. Estos, se presentaron en fila delante de sus jefes y Peñaloza les dijo: “Ahí tienen a sus prisioneros. ¿Dónde están los míos?”. Y el silencio se hizo tan grande que los adversarios bajaron la mirada, bajaron la cabeza, y de pronto, se inundó el ser de El Chacho entre impotencia y furia contenida, como un trago amargo de aguardiente que se toma en una noche fría de invierno, al amanecer. Después de ese momento vivido, volvió a preguntar, pero sin salirse de sus cabales, y uno dijo: “General, están todos muertos”. Entregó a los prisioneros y se volvió en un trote firme, seguro y crispando sus nervios y tomando las grimas de su caballo para descargar su gran pérdida, pero, a la vez, se desató la más grande de las furias de El Chacho. Una vez más, la civilización demostró la monstruosa barbarie que habían hecho estos salvajes unitarios, esbirros de Sarmiento y de Mitre.
Luego, el Chacho comenzó a ser perseguido por las guerras de policías, que encarnó Sarmiento por orden de Mitre. Dentro del pensamiento del ilustre maestro sanjuanino, esgrimió esto como síntesis acabada de lo que simbolizaban las montoneras y El Chacho en particular:
“Se nos habla de gauchos… la lucha ha dado cuenta de ellos, de toda esa chusma de haraganes. No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre de esa chusma criolla incivil, bárbara y ruda es lo único que tienen de seres humanos”. Carta de Domingo F. Sarmiento a Bartolomé Mitre, del 20 de septiembre de 1861.
Dentro de ese espectro de las traiciones que sufrió también un caudillo como Varela, en Pozo de Vargas, por parte de su lugar teniente Carlos Ángel, El Chacho, igualmente es víctima de otra traición cuando Urquiza, en Pavón, se retiró triunfante y luego se refugió en su palacete de San José, retomando una apacible vida de un gran estanciero pujante que negociaba su ganado con la oligarquía bonaerense. El Chacho siempre lo tenía presente como el comandante en jefe del gran ejército de la confederación, al cual respetaba porque representaba los intereses de ese interior profundo olvidado por las minorías oligárquicas. Su suerte estaba echada, se lo buscaba por cielo y tierra. En los grandes llanos riojanos, los sicarios no podían dar con él ante esta geografía tan indómita, como las montoneras, cada vez frustraba más su persecución, hasta que pudieron dar con su secretario a quien le preguntaron quién era El Chacho, y les dijo: “Ya lo hablo”. Él reposaba apaciblemente en su rancho, en Olta, junto a su mujer, y desperezándose de una siesta placentera -como toda siesta norteña- irrumpió su secretario: “Comandante, alguien lo quiere conocer”. Se incorporó y, como desperezándose, se acercó a la puerta del rancho y una voz surgió del otro lado preguntando: “¿Usted es El Chacho?” “Sí, soy el Chacho”, dijo, y sin medir palabra ni gesto alguno fue chuseado con la lanza collareja varias veces, luego, Irazábal desenvainó el facón dándole un sinfín de puñaladas. La tarde se puso roja, no tan solo por el crepúsculo, sino por el rojo bermellón que inundaba el patio del rancho. Lo decapitaron, pusieron su cabeza en una pica y la llevaron al centro de la plaza, exponiéndola para escarmiento de todos. Y no solo eso. Para dolor y humillación de la viuda, Victoria Romero, tomada prisionera fue engrillada, y cumpliendo órdenes fue a barrer la plaza donde desolada y devastada podía ver, desde el rabillo del ojo la testa de su amado esposo.
“Peñaloza diz que es muerto,
No hay duda que así será.
Tengan cuidado, magogos,
No vaya a resucitar”.
“¡Federales, achalay!
Qué linda rosa,
Chumbita con Peñaloza”.
Cabe una reflexión: Así como Varela escribía desde el exilio a Chumbita para que le acerque las epístolas a Urquiza, no tan solo para alimentar a su famélica familia, sino también para que le diera la orden para tomar Buenos Aires. Varela murió mirando hacia el Este, esperando esa respuesta que nunca llegó del General Urquiza. La misma suerte corrió El Chacho: De toda esta traición, de todo este silencio de Urquiza como contra cara dramática y muy triste, están las cuatro cartas que le enviara, en fechas distintas, El Chacho a Urquiza, pidiéndole que respete su voluntad y, con angustia y fervor, le pidió que encabezara nuevamente al federalismo argentino. Urquiza nunca le contestó y eso que las cartas quedaron en su archivo como vergonzoso testimonio de una traición, y así, marchó Peñaloza a su muerte, convencido todavía de que Urquiza seguía siendo su jefe indiscutido.
Mesa Provincial Severo Chumbita
SOLOHAGA, Ricardo Ramón; MEDINA Jorge Walter; MARTÍNEZ, Cristian; GUNDÍN, Analía; NAVARRO, Juan Pablo; FERREYRA, Silvia; MARCIAL, Pablo.