
05 May La escritura y la fotografía: confinan
En tiempos donde la dicotomía entre lo visible y lo invisible se acentúa, esta propuesta artística aparece consustanciada. Digo se “acentúa” y no “surge” porque sostengo que la humanidad siempre se ha debatido entre lo que no ve y lo visible: el amor y los labios, el odio y el arma, la melancolía y la foto vieja. Hoy el virus es lo invisible y el mundo su posible frasco. Este imponderable del COVID-19 nos invita a pensar. Por eso las imágenes de Fausto Daniel Sosa, como irreductible patencia, son acompañadas, cada una, por un texto mío intentando revelar lo invisible: como a la búsqueda del virus en la foto a través de las palabras y su microscopía.

22 de abril, El Palomar
Los años se apilan como las hojas, con esa sencillez, con esa naturalidad biológica. Hacen montoncitos, los primeros desafiando a la piel y las segundas a la calle. El mundo se puebla de cúmulos de hojas y la cara, gracias a los años, transfigura su relieve bajo una sucesión de arrugas. Pero desde pibe sé que los humanos vinimos al mundo de modo disruptivo y que somos causantes de las peores atrocidades; que, si los años se venían apilando con pasividad, con el ritmo de la naturaleza, nosotros introducimos desasosiego. Si había linealidad, si todo era evolución, nosotrxs impusimos desvaríos. Parimos la ética, el bien y el mal, cuando nos parió el mundo. Y aquí estamos, ante el manojo de posibilidades, en la intemperie de tener que elegir ¡Qué sencillo sería protagonizar un árbol y arraigarse a su destino prefigurado! Soltar las hojas cuando llegue el tiempo de soltarlas, quedarnos en el lugar… pero no. Nuestro destino es una incógnita, no sabemos qué nos pasará. Por eso no reaccionamos como el árbol, cíclicamente, sino que nuestro campo de acción es desconocido y variamos: vamos desde desprecio al amor. Pero podemos, mientras se apilan los años como las hojas en la vereda, apostar más veces al bien; ayudar, atando un barbijo en la calle, y escaparle a la puteada desatada sobre el auto. Solo así revalorizaremos nuestra capacidad de elegir y no le habremos dado a este mundo, cada vez más degradado, cada vez más apestado, la razón de volver a sus orígenes: donde no existíamos, donde el árbol soltaba sus hojas sin que nadie lo pensase.

2 de abril, El Palomar
Hoy, donde pasamos mayor tiempo en casa, la electricidad que dota de energía a nuestros dispositivos es el oxígeno extra que precisamos todxs. Nuestro respirador, más allá de la Pandemia. Los pájaros vuelan y se posan en los cables eléctricos; pareciera que para ellos estos también tienen cierto grado de importancia. Pero si quitáramos los cables, los pájaros se posarían en ramas o sobre el piso mismo, invadido por nuestra presencia y, también, por el microscópico vestigio del virus; pero nosotrxs, no nos posaríamos en ningún sitio, sino que nos desposeeríamos. Sin la luz, se desnudaría nuestro mundo y veríamos otra vez la esencia arcaica y manual de lo que somos. El pájaro se posa en el cable sabiéndolo sustituible; nosotrxs nos posamos en él sabiéndolo imprescindible. Y cuando anuncien la vuelta a “la vida normal”, seguiremos tras el televisor y su necesidad de confinarnos.

6 de abril, Barrio Carlos Gardel
Veo un retazo de cielo que no deja de ser el cielo entero. Porque a pesar de ser inconmensurable y que siempre al verlo sólo observamos un pedazo de su inmensidad, este no deja de exponer su total funcionamiento. El cielo insiste, donde estemos, en mostrarnos cómo el sol y la luna se trasladan, cómo el día se sucede por la noche. En sentido opuesto, aquí abajo, los retazos de la ciudad no explican la totalidad de esta, sino que la ponen en duda ¿Cómo puede ser que una porción de la sociedad no coma frente a otra parte que tira comida a la basura? Para que esa pregunta no se nos aparezca, construimos un mecanismo. Ahora el tiempo vive en nuestros relojes personales, en la pantallita de nuestros celulares, y ya no vemos retazos donde entender lo universal, ya no consultamos al cielo con su horario cifrado en la posición del sol. Así evitamos recordar que compartimos aquella bóveda celeste con algunos más, y la desigualdad social continúa su antítesis del cielo.