La crisis alimentaria relacionada con el corona virus

Los períodos de crisis, como el actual, nos permiten reflexionar acerca de muchas problemáticas. Por ejemplo, preguntarnos ¿Cómo, quiénes y dónde se producen los alimentos que diariamente adquirimos, y que una vez procesados constituyen nuestra comida?  El aislamiento, las restricciones a la circulación, el cierre de comercios llevó a limitaciones en la producción y comercialización de alimentos, lo cual derivó a su vez,  en una merma en la oferta y consecuente alza en los precios, retroalimentando la crisis dada la falta de dinero circulante y en los bolsillos de los ciudadanos.

¿Quiénes producen nuestros alimentos? ¿De dónde proviene nuestra comida? Por lo general una buena parte de nuestros alimentos que consumimos en la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores, se producen en las áreas periurbanas y rurales, insertas o cercanas al conurbano, siendo cultivados, producidos, elaborados  y procesados por cientos de productores/as, incluidos en la agricultora de tipo familiar. Se trata de productores con restricciones de acceso a la tierra propia, donde el trabajo es predominantemente aportado por los miembros de la familia y que, por lo general, persiguen el objetivo de maximizar los ingresos prediales y extra prediales. Son varios los procesos en los cuales se halla inmersa la agricultura familiar desarrollada en las cercanías de las grandes ciudades. El primero es el de una creciente restricción en el acceso a la tierra, ya por los procesos de urbanización como de especulación inmobiliaria y/o financiera, se hace cada vez más dificultoso y costoso acceder a la tierra para los productores familiares. Este encarecimiento de la tierra lleva a que los productores, o bien dejen de producir, deban incorporar más tecnologías como las semillas, sistemas de riego, plaguicidas a fin de incrementar los rendimientos  aunque esto no siempre se logre. Incluso hay quienes se trasladan a distritos más alejados de los centros urbanos. Esta última situación redunda en mayores costos de traslado y distribución. Entonces, nuestros alimentos cada vez se producen más lejos de nuestros domicilios, con mayores costos productivos, financieros y comerciales, lo cual redunda en un alza en los precios que cada uno de nosotros debe pagar.

Relacionado con lo anterior se evidencian dos procesos, que no son nuevos pero que se magnifican y resignifican en los últimos años; la concentración de agentes socioeconómicos en todos las etapas del ciclo productivo,  y la fuerte interacción entre los eslabones de las cadenas en un fuerte proceso de integración vertical. En el primer caso, es cada vez menos la cantidad de empresas proveedoras de semillas e insumos del agro, así como de empresas transformadoras, las cuales pueden poner condiciones de precios. En el caso de las frutas y hortalizas se verifica la figura del “doble embudo” o “del reloj de arena”, esto es una gran cantidad de productores por lo general no muy bien organizados,  pocos consignatarios en los mercados que imponen condiciones de compra y precios, un incremento en las cantidades comerciantes minoristas y en el final del embudo, nosotros, una gran cantidad de consumidores no organizados, poco informados y desarticulados, que pagamos lo que nos piden, cuando podemos…

Por su parte, en la integración vertical una empresa domina por propiedad, o mediante contratos, todo el ciclo productivo. Es así como los supermercados en la actualidad establecen, hacia atrás, contactos con los productores, imponiéndoles las variedades a sembrar, los paquetes tecnológicos y el precio de compra, mientras que hacia adelante nos imponen a los consumidores precios de venta y productos, por ejemplo hortalizas y frutas, de alta calidad formal pero de escasa calidad real dadas sus trazas o restos de plaguicidas.

Entonces, aunque con una alta diversidad y variabilidad según zonas y productos, se imponen modelos productivos basados en la utilización creciente de insumos externos al predio agrícola, caros y contaminantes, actividades llevadas a cabo por un número reducido de productores que requieren más capital productivo, con concentración comercial y con centros de producción cada vez más alejados de los centros de consumo. Todo redunda en alimentos más caros y por ende menos accesibles, que se pone en evidencia en las condiciones críticas, como las actuales.

En algunas producciones, como la de hortalizas, se impone ya desde hace tiempo,  el trabajo en negro, tanto entre los productores empresariales como en los familiares junto a la falta de registro adecuado, y  falta de transparencia en la mayoría de las transacciones u operaciones comerciales. Ambos aspectos han salido a la luz cuando las condiciones cambian y se hace necesario, por ejemplo, registrarse para un subsidio o traspasar los cordones sanitarios. Esta economía  informal  ha permitido a los productores mantenerse en la actividad, dado el no pago de impuestos, y a nosotros nos implicó poder acceder a los alimentos, pero es un sistema que hace agua cuando las condiciones socioambientales y políticas se modifican y se impone conocer, por ejemplo, la trazabilidad e inocuidad de los alimentos.

Entonces… ¿qué hacemos? Profundizamos las condiciones y los mecanismos actuales, incluso recreando un mercado de alimentos “de elite”, “sanos”, “orgánicos” para los que puedan pagarlos,  y alimentos de segunda para la población general, ¿O nos proponemos cambios  como consumidores, productores, asesores, tomadores de decisión?

Esta crisis debe permitir reflexionar y cambiar. Si después de estas condiciones de aislamiento no cambiamos, es que no aprendimos nada. Propongo reflexionar sobre las siguientes acciones y también llevarlas adelante:

  • Que los tomadores de decisión en los municipios favorezcan la producción local de alimentos, facilitando el acceso a la tierra, al agua, a los insumos
  • Que se favorezca la comercialización local en mercados de cercanía
  • Que se favorezca la compra desde las instituciones del estado de los productos de la economía local
  • Que se creen comités de garantías de certificación participativos y locales con representación de instituciones educativas, científicas, de consumidores, del estado. Comités que puedan certificar las condiciones de producción con equidad de género y sin trabajo infantil
  • Que se avance en el registro y verificación de condiciones adecuadas de vida y laborales de los trabajadoras/es del agro.
  • Que podamos avanzar hacia una mayor legalización y registro de las transacciones productivas y comerciales, que redundarán no sólo en beneficio de los ingresos municipales, sino en la trazabilidad y calidad real, sin plaguicidas, de los alimentos.

No obstante, nada de lo anterior sustituye a la autoproducción de semillas, frutas y hortalizas que junto con los lazos de solidaridad, como vemos en la crisis, nos permiten acceder por lo menos a una parte de los alimentos que muchos de nosotros ingerimos cada día

Javier Souza Casadinho
javier@huellas-suburbanas.info