Elogio de la palabra “compañero”

“Quizá mi única noción de patria sea esta urgencia de decir Nosotros…”

Mario Benedetti, Noción de patria[i]

A César Alfonso

Uno de los quiebres más profundos, de los cambios más radicales que introdujo este último tiempo -el del fin del choque entre dos mundos irreconciliables de antaño a partir de la caída de la Cortina de Hierro, y de la crisis de las izquierdas- fue la fractura entre la afectividad, la sensibilidad, las emociones y la política. En ese camino quedó una parte importante -si no la totalidad- de la épica. Es en ese convencimiento que decidimos tomar como estandarte una palabra -y fíjese que utilizamos la calidez de “palabra” y no la frialdad de “término”- que consideramos que se debe instalar en el debate central, desde el punto de vista de las relaciones humanas, desde la afectividad, desde la política y desde el compromiso de la militancia la palabra “compañero”.

La condición de compañero era toda una definición y no sólo política. Por un compañero o compañera valía la pena arriesgarse, jugarse y defenderlos, aún en la discrepancia más profunda. Todos compartíamos el mismo objetivo, aunque nos metieramos en acaloradas escaramuzas para definir nuestro grado de pureza y el lugar que debíamos ocupar en el fragor de la lucha. No era una visión idílica, religiosa. Era simultáneamente una categoría política muy fuerte y una referencia humana. No todos los compañeros eran iguales. Hasta el punto que se utilizaba también la palabra “camarada”, que expresaba un círculo todavía más interno de esa definición. Ésta incluía al compañero, pero era casi exclusivo de los comunistas.

Decir, cantar, escribir compañero no era exclusivamente un acto político de identificación. Era un gesto de privilegio entre iniciados, entre los que compartían algo muy fuerte. Una épica común de la revolución, del cambio final y total del régimen y la lucha por un mundo sin injusticias. Aunque los caminos para alcanzar estas metas fueran diferentes y a veces contradictorios. Y no siempre terminaron de la mejor manera. Se podía llegar a la guerra, como los choques fronterizos entre soviéticos y chinos en los años 60, o entre los chinos y los vietnamitas y seguirse llamando compañeros. Los textos más duros contra las desviaciones y revisiones siempre referían a los compañeros. No era una situación lineal, obviamente. Pero particularmente en la Argentina y sobre todo durante el periodo del proceso militar el término, el apelativo compañero formó parte de la rebeldía, de la resistencia, de la lucha contra la represión y la persecución feroz. Y en la dictadura el concepto de compañero se amplió. En general, los luchadores contra el régimen compartían algo muy próximo al compañerismo, aunque integraban partidos diferentes. Incluso los que no eran de izquierda. Es, por lo tanto, un concepto bastante universal, pero con un fuerte anclaje en el tiempo y en las circunstancias.

La épica de la lucha contra la dictadura militar, compartir peligros y el profundo deseo de derrotarla hermanaron a muchos. Ahora esa lucha es en contra del sistema financiero y el libre mercado.

Más allá de los partidos, de la posición exacta donde nos ubiquemos dentro de la arena política, hay grandes causas que generan relaciones humanas muy cercanas. Y ser compañero es eso: una estrecha relación humana y una comunidad de objetivos. En los nuevos tiempos, el concepto de compañero se ha hecho más laico, más abierto, lo cual no está mal, ya que facilita nuestra relación con la sociedad. Sin embargo, por obra de ese laicismo, se nos han escapado muchas otras cosas positivas y creemos que necesarias.

Utilizamos y seguimos necesitando utilizar, valorar y regar la palabra y el concepto del compañerismo. De lo contrario, la política no tiene historia, no tiene pasado ni trayectos personales compartidos, y no tiene humanidad. Es sólo el poder y su disputa. Si la política es simplemente el final del camino y la despojamos de la aventura de compartir, de vivir un relato colectivo, de relacionarnos, conocernos y exponernos durante el viaje, el trayecto y sus avatares, todo se reseca, se atrinchera en la disputa del poder y nada más. Se empobrece de algunos de los mejores rasgos de la política. Y pierde toda su épica.

La épica no tiene que estar obligatoriamente ligada al peligro, a la violencia, tan presentes de diversas formas en nuestros pasados; debemos ser capaces de construir otras épicas. ¿Acaso la lucha por la integración y la justicia social, por una democracia real y más plena, por la libertad como valor principal, no deberían tener una fuerte épica? ¿No son el gran desafío, político, de servicio a la comunidad y a la sociedad y de hermandad? ¿No debería haber una épica de las ideas, del riesgo intelectual?

¿Sólo en la izquierda hay estos sentimientos? No. En eso debemos ser más laicos, tener un sentido de la historia más profundo y valorar que las diversas comunidades han construido su propia épica y su propia fraternidad. Y que debemos hacer esfuerzos por comprenderla, por integrarla a nuestro horizonte cultural y político. Si nos resignamos a que únicamente sobre una mística de la victoria final, de la respuesta absoluta a todos los males de la historia y de las sociedades se puede construir una épica -que, además, deberá tener necesariamente una cuota de peligro y de violencia-, asumimos obligatoriamente que del otro lado de ese muro hay y hubo otros que, con la misma pasión y violencia, nos enfrentaron. Es un espiral muy peligroso y sin retorno. La fractura en la izquierda de los fuertes lazos interpersonales expresados en la palabra compañero merece un debate sereno, profundo, sin pretensiones de volver al pasado. Sin solemnidades que encubren la mayoría de las veces la incapacidad de afrontar la batalla cultural, de recrear el análisis intelectual crítico que debemos reivindicar como un rasgo definitorio y definitivo del espacio que encarna el campo popular.

Por lo demás, el concepto de compañero tiene también mucho que ver con el recambio generacional, con la brecha existente entre los jóvenes y la política a nivel mundial, y también en nuestro país. El compañerismo no tiene edad, pero se forja, en primer lugar, en la juventud. No es lo mismo que la amistad. Es un pariente cercano, pero con referencias genealógicas diversas. No nos referimos al compañero de banco, de facultad, de trabajo, sino al compañero como categoría política. Los jóvenes de hoy viven con mucha distancia ese concepto, lo que no quiere decir -no confundamos- que no construyan otras relaciones de amistad y compartan otras cosas con sus coetáneos. Lo que les resulta cada día más difícil es ser compañeros de las generaciones anteriores. Las diferencias entre generaciones se han hecho mucho más profundas.

Cada generación vive su tiempo irrepetible, único e intransferible. Cada generación tiene sus propios relatos y sus propias sensaciones y vibraciones, que se entrecruzan, que se influyen mutuamente con otras generaciones, pero que siguen siendo diversas. No es renunciando a emocionarnos, a sentirnos hermanados con nuestros compañeros de generación que nos acercamos a las nuevas generaciones. Al contrario. Tampoco es dictando cátedra. Es tratando de comprendernos y respetarnos, que es una de las tareas básicas y más complejas para ser verdaderamente compañeros. Una palabra que la derecha odia y por eso también nos gusta tanto.

[i] Mario Benedetti, Inventario. Poesía completa (1950 – 1958), 1ª ed., Seix Barral, Buenos Aires, 1993, p. 499.

Maximiliano Pedranzini
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