
07 Mar El miedo a la igualdad
Por: Maximiliano Pedranzini*
En el viejo camposanto hay sepulcros fanfarrones criptas / nichos / panteones todo en mármol sacrosanto de harto lujo / pero en cuanto a desniveles sociales / en residencias finales como éstas / no hay secretos y los pobres esqueletos parecen todos iguales. Mario Benedetti, Igualdad[1]
En nuestra condición periférica como naciones, habita un único núcleo de resistencia posible que es la lucha por la igualdad. Condición, empero, que nos ha confinado a una existencia fragmentada gracias a esa modernidad imperial que, hoy, continúa conduciendo el derrotero del planeta. Trazado en un itinerario histórico de búsqueda. De hallazgo casi arqueológico que va de la conquista de América hasta la instauración de las unidades estatales y la construcción de las nacionalidades.
Un horizonte donde este principio se ha ido desdibujando con el miedo. Un miedo infundido por el triunfante capitalismo y su infecciosa moralidad que parte del egoísmo, el individualismo y el sentimiento a la propiedad privada como una condición intrínseca de los hombres (y de las mujeres, desde luego). De toda la humanidad, cuya razón de ser yace en la simple tarea de protegerla, y protegerse a uno mismo de ese “otro” que ha venido a este mundo para robar y usurpar lo que por derecho natural es nuestro en tanto individuos y comunidad familiar (aunque de ésta, hoy, se puede prescindir tranquilamente).
El miedo a la igualdad se funda y se estructura en estos valores primarios del capitalismo y en la máxima hobbesiana “el hombre es un lobo para el hombre”[2]. Hoy más que nunca.
El status periférico que señalamos al comienzo agrava aún más, en palabras de Pierre Bourdieu, nuestro “habitus”[3], que se ha formado y robustecido a lo largo de estos siglos poscoloniales, para refundarse sobre esos mismos cimientos una nueva matriz de dominación que, hoy, lleva el nombre de neoliberalismo -o neofascismo-. Es la marca del diablo de América Latina y el Tercer y Cuarto Mundo.
El hoy, como bien lo he reiterado con la insistencia prometeica que demanda toda condena de la historia, es imperativo, porque es en el hoy donde acechan los verdugos de la igualdad y que encuentran su legitimidad deontológica en los principios de un sistema que surgió básicamente para hacer del “otro” un potencial enemigo o sencillamente un factor productivo cuya presencia, protagonismo y valor humano son invisibles a los ojos.
No obstante, pese a las desventuras acontecidas en el último medio siglo, la igualdad ha tenido sus victorias, esencialmente de la mano del movimiento obrero, y del peronismo a partir de 1943. En los decenios subsecuentes, miles perdieron la vida luchando hasta las últimas consecuencias convencidos de que es mejor ser derrotado en el campo de batalla que traicionar décadas y décadas de lucha por la igualdad.
Algo que habita en el imaginario es pensarnos a nosotros mismos como enemigos de la igualdad. No se manifiesta conscientemente. Más bien se niega o se sustituye con eufemismos u otras manías de la retórica. Mora en el inconsciente colectivo. Y esa morada es la morada del miedo. Aterra por muchas razones, y se suele expresar en frases como “No somos Cuba…”, o, las que vienen a modo de invitación: “Andate o Venezuela o Cuba”. Y partir de esto se va perpetuando la siembra en el sentido común de la animosidad y la aversión hacia conceptos tales como justicia social, solidaridad, equidad y todas aquellas que lleven a la igualdad. “La primera igualdad, es la equidad.”, decía Victor Hugo[4]. Una sentencia que en países como el nuestro no se cumple ni se aplica.
Detrás de este sentido común se esconde los verdaderos enemigos de la igualdad que son los que en definitiva ostentan el poder y que descansan impolutos en la cima del sistema.
La igualdad estuvo, está y estará en peligro. En permanente acecho. Bajo el asedio de los que viven en la cima controlando los destinos del mundo. El neoliberalismo la persigue. Es su amenaza contemporánea. Quizá la peor de toda su historia, me atrevo a decir. No hay banalidad del mal aquí. Menos para los infaustos dueños del poder. Hay enemigos. Sabemos quiénes son o nos damos una idea. Es evidente que con eso no alcanza.
Una notable definición ha sido planteada con bastante claridad por Jean-Jacques Rousseau, que creo que se explica por sí sola: “en cuanto á la igualdad, no se ha de entender por esta palabra que los grados de poder y de riqueza sean absolutamente los mismos, sino que el poder esté siempre exento de toda violencia y se ejerza solo en virtud del rango y de las leyes; y en cuanto á la riqueza -sostiene-, que ningún ciudadano sea tan opulento que pueda comprar á otro, y ninguno pobre que se vea precisado á venderse”[5]. Ergo, la lucha se encuentra también en este territorio, que es el de nuestra conciencia maniatada por las disposiciones de la cultura dominante, que han venido construyendo desde hace centurias un sentido de la vida y de historia que sirvió para edificar los rascacielos de una hegemonía que se renueva para mantener -valga la redundancia- la dirección ideológica y cultural de este sistema. Es menester comprender esto, si lo que pretendemos es dar pelea.
El miedo a la igualdad es, en efecto, el miedo hacia un “otro” al que le niego reconocimiento, negándome, al mismo tiempo, como un ser gregario capaz de formar parte de una sociedad con un sentido más horizontal y menos jerárquico. Es como pedirles peras al olmo. Mientras exista la propiedad privada individual -o anónima-, existirán las clases sociales cada vez más atomizadas sociológicamente, pero cuya realidad se puede resumir en dos porcentajes: el 1 que lo tiene todo y el 99 que no tiene nada[6]. Ni sus propias vidas. No hay que ver los informes anuales de Oxfam para darse cuenta de ello. Basta con caminar un poco por esta aldea a la que llamamos República Argentina.
* Ensayista. Integrante del Centro de Estudios Históricos, Políticos y Sociales “Felipe Varela”.
Referencias
[1] Mario Benedetti, La vida ese paréntesis, Sudamericana, Buenos Aires, 2000, p. 94.
[2] Cfr. Ernst Bloch, Derecho natural y dignidad humana, Aguilar, Madrid, 1980, p. 48.
[3] Cfr. Pierre Bourdieu, Sociología y cultura, Grijalbo, México, 1990, p. 144.
[4] Victor Hugo, Perlas literarias, prólogo y selección de Eusebio Freixa, Imprenta de Fernando Cao y Domingo de Val, Madrid, 1884, p. 81.
[5] Rousseau agrega a pie de página de su obra para ahondar todavía más la concepción de igualdad, esta formidable reflexión: “Quereis pues dar consistencia al estado? Disminuid la distancia entre los grados superiores y los ínfimos tanto como sea posible; no permitais que los unos sean demasiado opulentos, ni los otros demasiado miserables. Estos dos estados, naturalmente inseparables, son igualmente funestos al bien comun; del uno salen los fautores de la tiranía, y del otro los tiranos: siempre se hace entre ellos el tráfico de la liberad; el uno la compra y el otro la vende.” (Jean-Jacques Rousseau, El contrato social, ó principios del derecho político, Herederos de Roca, Barcelona, 1836, pp. 68, 69. Las cursivas son nuestras)
[6] Rousseau hace una estupenda reflexión al respecto: “En un mal gobierno, esta igualdad solo es aparente é ilusoria; sirve tan solo para mantener al pobre en la miseria, y al rico en la usurpación. De hecho, las leyes siempre son útiles á los que poseen, y perjudiciales á los que nada tienen: de lo que se sigue que el estado social solo es ventajoso para los hombres, cuando todos tienen algo, y cuando ninguno de ellos tiene demasiado.” (J.J. Rousseau, El contrato social, ob. cit., pp. 30, 31. Las cursivas son nuestras)