Domingo sin plástico

Llegó a su casa, exhausta. En el instante que se logró desabrochar el corpiño, pasó sus dedos por las marcas que le había hecho en la piel, formando una especie de costra. El placer llegó poco tiempo después. Mientras luchaba por sacarse los tacos, uno a la vez, nunca sintió tanta libertad en algo tan chiquito. Quizás fue cuando se sacó el maquillaje, o cuando se desató la colita. O, incluso, cuando se liberó de la toallita, algo húmeda, que venía escondiendo desde hace rato. Se acostó, imbuida en un placer incomparable que le había dado llegar a su casa, desgajarse en capas, deshacerse. Una a una, las capas caían con un ritmo lento.

 Cuando cerró los ojos le llegó un pensamiento repentino: no quiso usar nunca más lo que había usado todo este tiempo, consciente de que esas mismas cosas que ahora odiaba podían haberle hecho creer que esa era toda su persona. Se sentía ajena, lejana, como si hubiera estado en piloto automático durante mucho tiempo. Demasiado tiempo. Pensó que quizás había vivido cada momento hasta ese último en la más profunda ignorancia, en el obsceno desconocimiento de sí misma, ahora sin nada a lo que aferrarse. ¿Qué usaría, cómo la verían? De ninguna manera, debía seguir con los rituales, antiquísimos, no podían ni tampoco era prudente pensar que estaban errados. Pero, ¿qué sería? Sin sus tacos y sin su corpiño, sin la incomodidad absoluta de la belleza mandataria, ¿qué quedaba de ella? ¿Qué era, si no era lo que los otros le dictaban?

 Al otro día, sumida en la epifánica noche de terror y descubrimiento, perdida totalmente entre cada frazada, cada tela, cada tacón que se había puesto y cada maquillaje que había borrado para no dejar rastro del viejo y prepararse para el nuevo, totalmente aturdida, en caos, no se levantó. Quiso y supo que debía quedarse, que siempre sería domingo si lo quisiera, que sería un domingo royal, donde no haya costras ni placer que sentir al dejar de hacer lo que odiaba, los únicos verdaderos y reales momentos donde; y sólo era un presentimiento, podía vislumbrar mínimamente lo que quería ser. Que quizás había otras maneras, que el silencio entre las paredes era más reconfortante que el peso de las pestañas de plástico, que no había palabra ni beso de amor que había valido hasta ese momento. ¿Eran también de fantasía, acaso? No, de ninguna manera. Pero la marca de los besos había quedado en el labial, y no mucho más. Pero las risas habían muerto con la noche, y ahora solo quedaba el dolor de los callos en los pies. No había pasado el filtro, sin duda morían con la marca roja pasión del descontrol del amor, con las comandas que había estado cegada al seguir.

 ¿Acaso entonces su familia también había avalado este comportamiento aberrante? ¿Por qué la habían dejado convertirse en el monstruo que era, en la mezcla extraña de todas las personalidades que, de seguro, el mundo vitoreaba y amaba? ¿Podría alguien perdonarla algún día, pensar que no fue su culpa? ¿Que era algo totalmente humano? ¿Acaso había otras personas en el domingo?

 Tiró los zapatos por la ventana, no se quedó a verlos caer. Tiró varios vestidos, todas las colitas de pelo y principalmente los asquerosísimos labiales. En el suelo bajo la ventana, una especie de explosión multicolor parecía haber iniciado vida propia, y escuchaba atentamente a su propio tambor entre tonos rojos, azules, negros y hasta dorados. Los vecinos (porque siempre hay vecinos) quizás se despertaron por el ruido, aunque es más posible que haya sido por curiosidad, y se acercaron a mostrarse enojados con la falta de responsabilidad proveniente de la casa de al lado. Mientras, por supuesto, llovían cosas desde la ventana, un chaparrón de pasado, lágrimas y autodescubrimiento.

 Borró toda su música, del tirón. Siempre supo que no le gustaba, aunque nunca había tenido la euforia y el valor de por fin admitirlo. Se había limitado a pretender, a mentirse, estaba descubriendo que incluso en algo intocable e indecible como la música podía ser aún más falsa consigo misma. Tiró, de paso, el teléfono. No le servían ni los contactos, ni las fotos, ni la música que recién había eliminado. Ahora, era alguien nuevo, era otra persona. No era su culpa, pero todo le daba tantísima repulsión y asco que se sentía sucia, quería lavar cada rincón de su casa, de la calle, de cada lugar que conociese. Suciedad y mugre que nunca se irían, restos de una personalidad que, acaba de descubrir, nunca le sirvió, nunca fue.

 Después de varias horas y quizás alentados por la mala suerte de que uno de los zapatos le había dado en el capó del auto a Miguel, que siempre había sido gentil con todos, los vecinos tomaron acción. Cuando entraron con la policía (porque siempre hay un policía), ella ya se había acostado y tapado, escuchando música que nunca había conocido, en un trance del que prometía no volver nunca a salir.

 Alguien muy serio y con estudios luego le diría que su fuerza de voluntad era abrumadora. Que un episodio de ira así no era visto con frecuencia, y que se necesitaba un montón de fortaleza para mejorar, para alejarse del domingo y volver a la rutina. Y ella, segura de estas palabras, mejoró, prometió entre lágrimas nunca salirse de lo que le dijeron que era.

 Algún otro domingo dudó si sacarse el maquillaje, no vaya a ser que le gustara.

Agustín Abella
agustinabella@huellas-suburbanas.info