De las palabras en Ciencias… Y de su relación cuando se las enseña

Por: Profs. Eduardo Soria y Edmundo Zanini

 Las palabras tienen en el contexto de las ciencias un valor indiscutible; con ellas se trabaja en la construcción de las argumentaciones que dan cuenta de un estado de cosas sobre un fenómeno desde el lugar del discurso. Puede sostenerse que el valor de un concepto radica en lo que significa y define,  especialmente cuando excluye a otros. Así se designan determinadas características del objeto que se estudia, dándole un sentido de pertinencia que procura ser propio y específico del campo de conocimiento.

En estos momentos es cuando me viene a la mente la frase de Pierre Bourdieu: “El que nomina, domina”, la que citaba el Doctor Jorge Rachid, a propósito de mi uso del término “populista”, que reivindico como “amoroso”, aunque algunos lo usen con sentido peyorativo…

También vienen las vinculaciones entre el habitus y la necesidad de los profesores en Ciencias Biológicas de conformar un conjunto de disposiciones interiorizadas que nos dan cuenta acerca de cómo ellos perciben y valoran las acciones de las personas. El habitus hace al monje; envestidos en un claro rol de transmisión de formulaciones anteriores y no cuestionadas, es que dan forma a una transmisión inconsciente, o al menos poco crítica del lugar de algunas palabras y la exclusión de otras.

Ciertamente, la función que ciertas pedagogías han delimitado para el docente conlleva “la trasmisión” en tanto concepción epocal. Así, valorizada en ocasiones, rechazada en otras y es que el habitus cambia según la interacción del individuo dentro de la cultura de un grupo y las instituciones sociales. Es por eso que existe un hábito de transmitir y reproducir o por el contrario de construir y es que el habitus evoluciona con el tiempo.

Pero de estos y otros peligros venimos resguardándonos quienes buscamos, casi excesivamente, “la creación» en el proceso investigativo ligado con la enseñanza, antes que la verbalización del aprendizaje. A través de los contenidos que, se supone, deben transmitirse.

Sin embargo, en ocasiones es posible que esto no ocurra y se tensen las relaciones entre los campos. Muchas veces aquello que se presenta como exclusivo de un ámbito tras una posible rigurosidad y precisión es, en realidad, un fragmento que sólo mantiene el poder de la palabra.

En la educación de las ciencias, en no pocas ocasiones, hemos sido destinatarios quienes nos formamos en la tarea de enseñar Ciencias Biológicas de algunas de estas palabras, las cuales en superficie fueron parte de las descripciones provistas por los textos de estudio. En lo profundo, en el ámbito científico, sin embargo, muchas de ellas expresan una relación con la teoría y emergen como fiel reflejo de una puja de poder entre ciertos campos y han tardado en ser resueltos los problemas.

En este artículo analizamos algunos casos cuyos conceptos son muy usados y divulgados en especial en la formación docente, sin reparar en algunas de sus implicancias. Es posible que su tratamiento permita poner en tensión ciertos usos que -mediados por la necesidad de transmitir- ameritan una mirada crítica que permita encontrar similitudes o al menos que haga de su uso un carácter provisional.

 Los hongos, ¿vegetales sin clorofila?

Existen casos o palabras que han mantenido en la historia de la ciencia el carácter ad hoc, asumida la palabra y sus significaciones casi obcecadamente. Así, los hongos como “vegetales sin clorofila” formaron parte del repertorio de muchos de los textos de “Botánica” y “Sistemática y taxonomía vegetal” durante años.

Tal vez la necesidad de retener el campo de estudio en su poder, hizo que muchos naturalistas se negasen a segregar (a los hongos) de ese mundo que les era más familiar y “amigable”: el de las plantas… el de los vegetales… Tal vez los campos no gozaran del mismo prestigio, así un “campo de plantas” podría haber resultado de mayor envergadura que un “campo de los hongos”.

También habría que ver si la necesidad de saber más de ellos no habrá surgido paralelamente a la explosiva y angustiante evidencia de algunas propiedades terribles de ciertas sustancias fúngicas, como la ergotina, producida por el “cornezuelo del centeno”. E incluida inocentemente en la elaboración de pan para consumo humano.

Si cien años antes del trabajo taxonómico fundacional de Linneo ya había reportes de ergotismo en Europa central primero, y poco después en las colonias inglesas de América del Norte, es probable que la investigación científica haya prestado poca atención a la denominación del grupo biológico. Para centrarse en sus propiedades y los mecanismos reproductivos que podían poner en peligro la vida y la seguridad de aldeas enteras. Pero hoy parece tener sentido darle (y reconocerle) identidad a un grupo taxonómico cada día más significativo a la hora de organizar la recuperación de la naturaleza, con funciones de biodegradación y de biorremediación. En las primeras, los hongos podrían tener un papel inesperado y doblemente ventajoso, si se comprobase que no pierden sus potencialidades alimentarias, luego de degradar nuestros cada día más abundantes agentes contaminantes.

Algo está muy claro dentro del campo de la ciencia y su sistematización de los conocimientos: el conocimiento que se va produciendo en torno a los objetos de estudio hace que se delimiten campos con identidad propia. Así fue que en 1969 R. H. Whittaker postuló que los hongos ocuparan un reino propio (Fungi) diferente de las plantas (Plantae). De acuerdo con los estudios de las paredes celulares de los hongos, que demostró estar formada por una sustancia muy similar a la quitina y no a la celulosa se sumó una prueba decisiva para no considerar a los hongos como vegetales. Sin embargo este conocimiento que determinó una clasificación de los organismos en cinco reinos (Monera, Protista, Plantae, Fungi y Animalia) no llegó a la formación de docentes hasta casi el final del siglo. Es que los conocimientos que se producen en el ámbito científico no se transponen con rapidez a la enseñanza.

Del mismo modo que los hongos, las bacterias (organismos unicelulares) fueron motivo de disputa entre botánicos y zoólogos pero en la escuela la estabilidad de esas nociones en pleno debate había alcanzado su climax y su sostenimiento.

Cabe reflexionar, entonces, en las condiciones que ligan la formación docente con las fuentes que socializan los contenidos para pensar en la necesidad de considerar su provisoriedad y la necesidad de alternativas que marquen el estado del arte dentro de la producción de conocimientos en el ámbito de la ciencia. De este modo, tal vez podamos acercar a los enseñantes, en alguna medida a la actividad científica y su divergencia necesaria.

Y ese es otro tema…

Edmundo Mario Zanini
eduardo.zanini@huellas-suburbanas.info