Danza para ignorar

Bajo las mismas fragancias hipnóticas de colores brillantes y asfixiantes por igual, las luces parecen soportables. Es solo allí, entre momentos de distracciones, entre la muerte del pensar y un aparente interés efímero, donde los ladrillos del mundo; la pared del futuro y el ancla del pasado; no bloquean nuestra visión. No se pueden deshacer, o nunca nos dejaron intentarlo, pero en esos momentos parecen transparentes. Parecen construir. Parecen cerrar la brecha, que nos come entre ladrillos y cemento, pues conocen nuestro pasado pero nuestro futuro también. Es la muerte del todo, el hambre de lucecitas y datos estúpidos, un minuto de gracia y la presión creciente para pasar al siguiente, pegamento que une los párpados para no sentir.

Bajo las mismas vibraciones que tapan esa sed nuestra, la que nunca se sacia, todo es ligero porque no existe. Nada pesa, porque la risa no nos deja escuchar el esfuerzo. Nada está escrito, porque nos olvidamos de la tinta. Solo existe una fantasía, silenciosa, macabra, de encontrar alguna verdad deslizándose hacia nuestra vista entre el tumulto y la intrascendencia. Una luz entre colores opacos, aunque nunca oscuridades. Una flor que no sea de plástico, ni tampoco la misma flor amarilla que todos conocen. Un fragmento de dios en algunos ojos, cualesquiera, una esquirla de dinamismo entre tanta vida inamovible. Un principio contra el montón de cosas finales, irrefutables, que siempre estuvieron allí y van a seguir diciendo que siempre estarán.

Bajo el destino, apuñala la cuchilla de la duda. No perdona y no pide permiso, pero empuja hacia las entrañas. Dejar de distenderse es, entonces, ser atravesado por todo lo que fue, que está escrito, y todo lo que será, que se ha profetizado con fuego y violencia. Que el final ya está cantado, que el límite ya se trazó y que vamos a morir acá, al igual que todos. Y se nos encomienda pensar en cómo morir, haciendo y siendo lo que somos y no podemos cambiar. Es frente a ese destino trágico, la odisea de la muerte, frente a lo cual dormir es más ligero. Mucho mejor si es en pequeñas dosis y se puede compartir con amigos con un cómodo botón. La ignorancia es más divertida si se hace en grupo. Menos solitaria, también. Menos depresiva y culposa. La duda caza igual, implacable, pero al menos se escucha la respiración de todos aquellos que, al igual que uno, buscan huir de esa melodía sádica, el chiste de mal gusto de que todo está hecho, no hay nada que descubrir y solo nos queda divertirnos. Encontrar cómo ser útiles de la manera que nos parezca menos insoportable, claro, aceptar que ningún impacto puede causar (los que así lo piensan tienen un destino peor), que solo nos queda reírnos de basura diversa y colorida, emborracharnos con desconocidos y bailar un sinsentido para sanar una herida que, spoiler, nunca va a cerrarse.

Bajo la mísera miga miserable de información que conocemos, vamos aprendiendo que el todo, soñado, es incomprensible. Que no hay nada que hacer, es así y llorar no va a cambiarlo. Vamos caminando por la vida con el dolor insoportable de que todo es estúpido, de que todo es dinero, que no hay amor que cure la soledad ni palabras que sanen para siempre. Vamos por la vida sangrando heridas, algunas nuestras y algunas no, viejas, fingiendo demencia mientras se nos escapa el tiempo por las manos, dopados en cada ocasión que tenemos, planeando hacer cosas sin impacto o sufriendo cuando nos detienen las que sí lo tienen. Vamos por la vida haciendo malabares entre la melancolía, la ansiedad y el presente insoportable. Dichoso es aquel que se contenta con ignorar el todo, y simplemente existe, nada más. Que conscientemente no escuchan lo que no saben, que sienten la felicidad de una vida simple y una muerte promedio.

Bajo este mundo, esta vida, estas reglas, podemos ignorar o podemos distraernos. No nos dan más opciones, y los terrores del pasado, basados en el odio, siguen frescos. Las alarmas de aquello aturden cualquier tentativa de empuje. No se puede ceder terreno, pero tampoco se puede avanzar. Es una tierra de nadie, un limbo social, un purgatorio obligado, del cual no conocemos su principio ni su final, pocos quedan de los que lo presenciaron y lo que dicen nunca es alentador.

Bajo amenaza de una desesperación incontrolable, no queda otra que adormecer todas estas cuestiones. Es mucho peso, y todas las herramientas parecen ya no surgir efecto. Anochece, pero nuestras linternas de bolsillo parecen iluminar incluso más que el sol.

Bajo todo lo que fue y lo que será, podemos ir por la vida danzando sin ritmo ni sentido.

Qué más da, a esta altura.

Ignacio Abella
ignacioabella@huellas-suburbanas.info