Breve experiencia en el corazón capitalino

(Nota de contratapa en la edición impresa)

Barrio de Abasto, mañana sin sol. La bella avenida Medrano, casi esquina Corrientes. La sala de espera me recibe sin dramatismos, apresto a someterme a una sesión poco afectuosa de kinesiología. El profesional, acaso conocedor de lo que vendría, y, colijo que en consideración a mi primera vez en su consultorio, había activado un CD con un popurrí de música sesentosa / setentosa, rock sinfónico, Beatles, melódicas en general, hasta desembocar en Pink Floyd. El paciente, muy a gusto. Hasta allí, veníamos al pelo, habría dicho mi querido viejo. Pero llegaron. Ellos. Los locales.

¡Ah, los pacientes “lugareños” de Corrientes y Medrano, corazón de Buenos Aires!

Sin mayores preámbulos, iniciaron la tertulia. Como si se tratase de un club de amigos, los contracturados comenzaron a reclamar que “el que mata tiene que morir”, que “si el país se abriese del Vaticano, sería mucho más fácil implantar la pena de muerte (sic)”, que a “Lagomarsino hay que encanarlo y no soltarlo nunca más”, que las pruebas que presentan los grandes medios “en todos los casos son por demás suficientes”, y dicho y sea de paso, que en España ojalá que “carbonicen a los separatistas catalanes”, para encasillarse en el esperable “hay que matar a los políticos chorros”, y uno de ellos (eran tres mujeres y un hombre en sala de espera, todos sobrepasaban largamente los 65 años de edad “per cápita”) se animó a un poco más, y aclaró entre un ruidoso apoyo, que “en última instancia, a los chorros comunes se los puede dejar de por vida en cana, pero acá a los que hay que fusilar… es a los peronistas!”.

De golpe, tomaron breve consciencia de mi presencia, solemne como milico en desfile marcial, y me preguntaron lo básico: mi nombre y procedencia (estimo que no me pidieron opinión puesto que dieron por descontado que, un tipo “decente” que se hace atender por el mismo kinesiólogo que ellos, estaría completamente de acuerdo con sus elaboradas definiciones). En cuanto mencioné que resido en una localidad llamada Morón, surgió el inevitable “ah, pero eso es lejísimos, ¿desde allá viajás hasta acá? Acompañado del chiste, también infaltable, “¿Y hay algo de civilización en Morón?”. Escueto, quizás inconteniblemente huraño, me limité a responderles que sí, que en Morón y en todo el conurbano vive gente maravillosa, la mejor civilización, la que labura por salarios insuficientes para hacerle más cómoda la vida, por ejemplo, a vastas porciones de la clase media porteña.

Miradas glaciales. El silencio dominó la escena por escasos segundos, y la voz cantante, del caballero poblado en canas, aclaró que esperaba que no me haya sentido agraviado, que sólo se trató de un chiste entre gente adulta… (por ende, el “indio” del conurbano era el único “violento e incluso “inadaptado” en ese lugar…)

Como golpe de escena justo a tiempo, el profesional me hizo pasar al box y comenzamos con los electrodos. Mientras tanto, ya depositado en la camilla, pensé con un rictus de morboso cinismo –no somos santos, ni ellos, ni nosotros, vamos a dejarlo establecido de una vez- lo patéticamente interesante que puede llegar a ser la convivencia, en tanto vecinos de estos vertebrados, y manifestarle alguna clase de discrepancia no ya banal, sino política, fundamental de nuestros proyectos en tanto comunidad, en el momento menos esperado.

Luego me concentré en la melodía que sonaba con suavidad al mejor estilo de los antiguos parlantes embutidos para música funcional: Detecté sin dificultades que le tocaba el turno a “Another Brick in the Wall”, cual dramático telón de fondo. Y entonces visualicé mentalmente a los cuatro de la sala de espera, y sólo vi en ellos, al fin y al cabo, a cuatro ladrillos más en esta inmensa pared que nos rodea.