Árabe y musulmán

Por: NOOR JIMENEZ ABRAHAM
Doctora en  Ciencias de la Comunicación Social

@noor_j_abraham

   Por las tardes leía frases de un libro que, de niña, yo miraba con asombro; símbolos extraños que comencé a amar cuando él me enseñó a escribirlos;  un eructo a viva garganta después de cada comida en señal de agradecimiento por la alimentación recibida y un reto grande si escuchaba quejas contra las variaciones climáticas pues, afirmaba, son siempre disposiciones divinas. De su mano, Noor significó luz, y nunca más quise abandonar ese nombre. Su documento dice que nació en Buaida, Trípoli, Siria, Turquía. Distintos momentos políticos, similares confusiones actuales.
   Había llegado en rechazo a las guerras de su tierra; rápidamente aprendió el idioma, leía todos los periódicos argentinos que llegaba a tener a su alcance (desde La Prensa hasta Crítica) porque le interesaba la política y las costumbres de un país con el que se habían adoptado mutuamente. Fue un autodidacta, solo y con su voluntad, pudo pasar a entender esta otra forma de contar el mundo. Tuvo cinco hijas a las que llamaban “las turcas” aunque  a él le fastidiaba esa confusión. Siempre mantuvo contacto con la colectividad, de hecho, intentó casar a sus muchachitas con algún paisano pero el empeño no prosperó con ninguna, ellas se decidieron por los gauchos.
   Y como en Las Mil y una Noches yo me iba internado en sus historias y a medida que crecía no llegaba a comprender por qué en distintos contextos escuchaba hablar con menosprecio y temor sobre un pueblo y una religión de los que yo tenía la mejor prueba cercana de pacifismo y tolerancia. Cocinar las variantes del burgol, aprender las ondulaciones de la danza árabe y descifrar los secretos de la letra alif fueron algunas de las travesías que me llevaron a ese mundo que me sonaba encantado.
   Él aceptó que alguna de sus hijas decidiera comulgar bajo la fe católica propiciada por el discurso escolar y también que varias de ellas eligieran casarse por la doctrina de sus novios. Lo único que solicitó fue que lo eximieran de la obligatoriedad de concurrir a las ceremonias. Aunque luego, festejaba siempre al ritmo de las nuevas familias que se iban conformando.
   Y creció el deseo en mí de saber mucho más sobre esa cultura a la que se había vuelto moda desprestigiar, así mi primera investigación periodística, en 1995, se titulaba “Los musulmanes como víctimas del poder que disputa Occidente” en referencia a la cita textual del Imán Sheik Mohamed Abdu-Rahman Mohamed.
   Fue en esas circunstancias que ingresé por primera vez a la mezquita de la calle Alberti y entrevisté también a las autoridades del Centro Islámico de la avenida San Juan. Con una volanta que rezaba: “La Comunidad Islámica asegura que la violencia sólo les está permitida en los casos de defensa propia” y una bajada que terminaba: (…) “Hoy, musulmanes que están en Argentina exclaman: La ambición occidental pergeñó una campaña cuyo objetivo es desprestigiar el Islam”, empezaba mi empeño por contar lo que yo había vivido de esa historia y que hoy, 20 años después, suena tan parecido.
   A él le cantaron en la ceremonia de despedida de este mundo, con su media luna y una estrella, esas mismas que hoy llevo como tatuaje por debajo de la cintura. Él había rezado sin imágenes, porque en su religión venerar implica no retratar para la honra. Y ese que me hacía morisquetas y me sorprendía con su mundo distinto coexistiendo en paz en un contexto tan diferente, dejó impregnado en mí sus símbolos artísticos y precisos.
   Era cotidiano verlo conversar con sus yernos en medio de sus afeitadas a pura navaja. Se hizo ciudadano argentino y, hasta los 84 años en que murió, nunca faltó a la votación. Pero siempre conservó su vínculo con el universo que lo había formado, el ayuno de cada Ramadán o la fiesta del cordero fueron acompañando sus días en Argentina. Aunque a los dormitorios jamás se entraba con los zapatos de la calle, en su libreta de enrolamiento iba a aparecer anotado como José, hijo de Abraham y de Derva.
   Todas las tardes conversaba con el padre Juan, el cura de la iglesia que estaba a una cuadra de su casa, con él mantenía un diálogo cálido como con el resto del vecindario aunque poco entendieran la diferencia entre pueblos árabes o seguidores de la religión musulmana. Y se subía a los árboles para podarlos y punteaba la quinta para tener lechuga, acelga y radicheta frescas.
   Cuando se enojaba solía tratar de usted y mi abuela, para retarlo, acostumbraba a decirle: “¡Cállate tú, que lo único que conoces es arena, arena y más arena!” Saludaba con un beso de cada mejilla y los paisanos, muy educados, venían siempre cargados con paquetes de sabores dulces, muy dulces.
   Desde su desembarco se involucró con Argentina, con su gente, con sus tradiciones, así sus palabras a mi tía Zulema mientras ella todavía era una niña: “Si cuando vos sos grande las mujeres ya pueden votar, nunca dejes de hacerlo, porque ésa es la manera en la que podrás cambiar las cosas que no te gusten”
   Cuando el partió de la faz terrenal, decidí saber más acerca de su libro sagrado, entonces un día compré El Corán sobre el que luego pedí a mi mamá que hiciera la dedicatoria correspondiente, tomando de su mano las huellas del linaje. Ella me escribió: “Con todo mi amor para que lo leas por los años de los años” y así fue, aún en mi agnosticismo.

   Orgullosa de esta ascendencia árabe y musulmana, Assalum Alaikum, abuelo!


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