AQUEL GOLAZO DEL DIEGO

 Por: Sebastián Giannetti

El tipo la agarró en el medio y la verdad es que ninguno de nosotros tuvo idea ni intuyo lo que iba a hacer con el esférico; aunque sabíamos de lo que era capaz porque era una bestia: un fuera de serie.

Parece mentira que hayan transcurrido treinta y cinco años de aquello, que la tía Mónica y mi papá hayan fallecido tan jóvenes en ese absurdo accidente, y que vos y yo hace tanto que no nos vemos.

Volviendo a esa obra de arte que el tipito hizo en México, vos no te podes acordar porque literalmente eras un bebe de pecho; por cierto tu vieja no nos dejaba gritar los goles porque después de clavarte una teta siempre terminabas durmiéndote y no queríamos perturbarte el sueño.

Eras bien bonito cuando pequeño, primo Alberto: con tu rostro rozado y regordete en el que uno intuía que al adolecer se poblaría de pecas.

¿Qué mierda te vas a acordar, pendejo? Es imposible, pero lo que no es imposible es que no haya quedado registro de la magnitud de lo que hizo ese muchacho por nuestra camiseta, y por nuestra historia futbolera en ese Mundial de México.

Nosotros veníamos de perder la guerra contra esos soretes, entendés. Y por más que los analistas de las emociones de la cajeta y los “progres” comemierda repitan hasta el hartazgo  que no hay que mezclar el deporte con la política y todas esas boludeces, aquel rectángulo de siete mil ciento cuarenta metros cuadrados de césped era la continuidad del campo de batalla; eran las islas en las que seiscientos cincuenta compatriotas habían muerto, y ese pibe de Villa Fiorito: el vengador, el francotirador que desde el Estadio Azteca al Palacio de Buckingham le metía un (que digo un, dos) escupitajos en la jeta a la reina.

Con él nosotros vencíamos no solo a los piratas que desde siempre nos miraron con desprecio, también dejamos al descubierto a los cobardes asesinos que mandaron a jóvenes a pelear una guerra mientras ellos masacraban a su propio pueblo.

No me olvido más esa secuencia: esa camiseta con el diez desparramando ingleses, el relator que parecía tener la Maquina del Tiempo y ya podía ver lo que termino sucediendo, el “Ñato” y yo paralizados frente a la tele y tía Mónica absorta en la noble tarea de amamantarte pero simulando interés futbolero que pasaba más por los rasgos estéticos de algunos pocos jugadores (supongo que) nuestros; y digo “pocos” porque sacando al pibe y uno o dos más, el resto era bastante fulero.

Nunca te conté, primo, pero lo cierto es que ese gol, esa majestuosidad que hizo el diez nuestro, no lo grité, y vos conoces bien como me pongo cuando se infla la red con la pelota adentro: antes de que te hagas de San Lorenzo en alguna ocasión vimos un partido de Argentinos Juniors en la vieja cancha de Ferro.

Sin embargo, para que tu vieja no se enoje y vos no te despiertes, ese gol a los ingleses no lo grite.

Como dice la canción de la hinchada: ya pasaron muchos años, muchos jugadores, muchos dirigentes, y sin embargo, yo sigo extrañando a ese tipo que se dio el lujo de vengarnos, y me sigo emocionando como la mañana en que me entere que se había muerto.

Lo que seguro no sabes y aprovecho para contarte en este cuento, es que cada vez que repiten ese jugadón que quedó sellado como el mejor gol de la historia de los Mundiales, y veo a Peter Shilton vencido en el suelo, vuelvo a gritar el gol así de bajito, cerrando los puños y batiéndolos como quien sacude una bronca que no se va fácilmente.

Hoy me desperté pensando en vos, primo Alberto, en tía Mónica y en todas las cosas que me pasaron el tiempo que viví con ustedes: todas muy lindas, por cierto, pero ninguna tan especial como aquel golazo del Diego.

Colaboradores diversos Huellas Suburbanas
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