
06 Sep Allende: retrato entre dos siglos
Siempre nace aquella pregunta que, tentando a la historia, se plantea qué hubiera sido tal cual personaje. “Si Evita viviera, sería montonera”, como vitoreaban las organizaciones guerrilleras en los setenta, o, si el Che hubiera seguido con vida después de su travesía por Bolivia, la liberación para América Latina sería más un hecho que un sueño eterno, y cosas por estilo. Latiguillos de una narrativa contrafáctica que sólo amanecerá en nuestra imaginación, y en nuestra memoria, las veces que la evoquemos. A veces como un profundo deseo íntimo. Otras veces como un soliloquio del que todos queremos que se hagan eco. Con Salvador Allende ocurre exactamente lo mismo. Si don Salvador Allende estuviera vivo, ¿qué sería? ¿Qué haría? ¿Cómo vería este tiempo político que le toca a Chile, la región y el mundo? Probablemente sería un respetable anciano, al mejor estilo Fidel Castro, al que los sectores de izquierda y progresistas de todos lados pedirían consejo, dando coba a la juventud, el movimiento obrero y animando la lucha de las mujeres. O quizá sea un viejito reaccionario a lo Vargas Llosa. No lo sabemos. Por eso lo contrafáctico como recurso de la retórica, forma parte más de los anhelos que de los hechos consumados de la historia.
Pero, de elegir, sin duda nos inclinaríamos por la primera. Un hombre que, a pesar de su avanzada edad, mantendría esa lucidez característica y sobre todo ese espíritu enérgico que fue que lo hizo resistir hasta el último instante esa asonada barbárica del golpe comandado por Augusto Pinochet, el 11 de septiembre de 1973. La imaginación nos daría la razón en la construcción de esta hipótesis, con un Allende que en este presente sentiría la misma indignación que sentimos muchos al a nuestras sociedades destruidas por ese mismo invento que llevó a la muerte: el neoliberalismo. En su etapa más oscura. Más siniestra. Donde ya no podemos decir a ciencia cierta si esto que hoy vemos y padecemos es neoliberalismo. No cabe duda que estamos ante un fenómeno del capitalismo mucho peor.
No obstante, don Salvador, a casi medio siglo de su muerte, se conserva pleno y elocuente, con una vigencia que, a más de un amante de la radicalización ideológica, sorprenda.
Sin duda, no tiene el encanto eternamente juvenil del Che o la vehemencia indestructible de una Evita, sin embargo, la trascendencia de Allende pasa por otras coordenadas, donde aquella conducta que buscaba abrir los procesos emancipatorios en el siglo pasado, hoy, tiene otro semblante y ha sido resignificada por el tiempo, resignificando también la naturaleza de estos procesos, y nuestra tarea es saberla interpretar. La esencia del pensamiento de Allende encuentra su voluntad de poder precisamente aquí, en este cambio de época, donde las agujas del presente histórico estimulan a afrontar el revisionismo de una concepción a priori tachada de socialdemócrata y excesivamente pacifista, desatando implícitamente el debate de la violencia, que continúa siendo una herida en la memoria colectiva de nuestros pueblos que todavía no ha terminado de suturar. Las razones, al mismo tiempo que su instrumentación contemporánea, son bastante obvias. Es la permanente reinvención del capitalismo la que nos hace volver a aquellas discusiones bizantinas. La que pone el tema sobre la mesa sin que parezca un pergamino perdido de la Biblioteca de Alejandría. Marx lo sostuvo con profuso criterio filosófico, además de ideológico, en El Capital: “la violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva” [1]
Ahora bien, partamos de esta reflexión del maestro de Trier para centrar esta interpretación en otro acontecimiento que coincide en la misma fecha, que es el atentado a las Torres Gemelas en Estados Unidos. Eventos que se cruzan en la efeméride, casi como un destino analógico que van armando su retrato entre dos tiempos, cada vez más lejos uno del otro. El año 2001 vio, entre otras cosas, caen las torres más importantes del patrimonio del Tío Sam y el símbolo de la modernidad financiera triunfante de la Guerra Fría.
Aquí es donde se nos presenta el interrogante fundamental: ¿qué tienen en común el asesinato perpetrado contra Allende que da comienzo a la dictadura de Pinochet con el atentado al corazón del Word Trade Center? Reformulemos la pregunta: ¿cuál es el denominador común de estos dos acontecimientos? La pregunta se responde por sí misma: Estados Unidos (pudimos haber dicho “terrorismo”, pero hubiera sido una respuesta demasiado simplista, ya que el terrorismo es un aspecto que caracteriza al imperialismo norteamericano. El más significativo, sin lugar a duda). Una respuesta que ha estado frente a nuestros ojos, a los ojos de nuestra memoria histórica. Es volver al principio del mal y ese principio para Nuestra América proviene del norte.
Ese norte, de precoz comportamiento imperial, emprende una cruzada por Medio Oriente en búsqueda de Osama Bin Laden -supuesto ideólogo del atentado del Nine Eleven– por las montañas afganas y la identificación de Ṣaddām Ḥusayn como uno de los líderes terroristas del llamado “Eje del Mal” (nombre creado por el ex escriba del entonces presidente George W. Bush, David Frum), inaugurando así el siglo bélico norteamericano, esencialmente para el Complejo militar-industrial.
La guerra de baja intensidad llevada adelante en lo que va de esta centuria, es lo opuesto a lo acaecido en la anterior, cuya lógica, planteada con aguda precisión por el teórico militar prusiano Karl von Clausewitz en la máxima, hasta ese momento universal, “la guerra es la continuación de la política por otros medios”[2], la sufrió Allende en carne propia de una manera atroz, y el encargado de realizar esta tarea era Pinochet. Ese militar que usaba casi siempre lentes oscuros para que no pudieran ver en sus ojos ese odio y desprecio visceral hacia el comunismo, hacia los trabajadores en pie de lucha. En suma, hacia la dignidad del pueblo chileno. Por eso hizo lo que hizo. Por eso bombardeó el Palacio de La Moneda. Por eso asesinó a Allende. En la mirada es donde se proyecta con nitidez la ideología y la de Pinochet expectoraba fascismo.
Pero no fue una mera cuestión subjetiva, sino que se trataba de la puesta en marcha de la razón instrumental del imperio llamada Plan Cóndor. La razón del Cóndor fue lo que mató a Allende y Pinochet sólo encarnó ese instrumento para llevarla a cabo. Un instrumento que fue creado por el imperio para cumplir ese objetivo.
Pero a Allende no lo aniquiló únicamente la acción homicida del imperio. La oligarquía y su tribuna de doctrina conservadora, el diario El Mercurio que, financiado por la Casa Blanca, inició una furiosa campaña anticomunista para desgastar al gobierno de la Unidad Popular y llamó, desde sus páginas, a los sectores de la media y alta burguesía de todo el país a combatir, a fuerza de ollas y cacerolas, el asedio comunista contra la patria. Con ese discurso reaccionario, “el decano de la prensa chilena” minó el camino para el derrocamiento y crimen del líder socialista.
Estos acontecimientos, como fractales de la historia, viajan por caminos disímiles guiados por las imposturas de la historia y que se encuentran en el medio de ese camino, coincidiendo en la misma fecha como si fuese una ironía del destino. Ambos han sido signados por el poder y la tragedia, como dos piezas intercambiables de un juego de mesa, que no es otro que el juego de la geopolítica de las potencias globales. La razón es muy fuerte para entrecruzar ambos acontecimientos y esa razón ya la vinimos anunciando en el recorrido de esta nota, aunque las imposturas del pasado y el presente digan otra cosa. El hoy -dominado por el pensamiento e imaginario occidental- recuerda las Torres Gemelas como ese acto terrorista provocado por un grupo de fundamentalistas musulmanes. Allende y el golpe en Chile sólo aparecen en la memoria de los pueblos de América y el mundo que no han caído bajo los efectos de la colonización mental del Occidente cosmopolita. Decir que lo primero que aparecerá en la memoria del mundo son las dos Torres impactadas es desconocer por completo la memoria profunda de los pueblos del mundo y aceptar colonización del Occidente norteamericano. El mundo no es Occidente y los pueblos de insurgente memoria recordarán por siempre a don Salvador Allende.
En la tumba situada en el cementerio Santa Inés de Viña del Mar, donde fue enterrado la primera vez, no decía nada. No había ningún epitafio que indicara que allí yacían sus restos mortales. Era un anónimo. La lápida de un perfecto desconocido. Hasta 1990, donde el 4 de septiembre, el por entonces presidente Patricio Aylwin daría la orden para que Allende tuviera un nuevo funeral con los honores de Estado restituidos y la legitimidad de un pueblo que finalmente lo despedía, desterrando esa proscripción que pesó durante casi dos décadas sobre su figura. Tuvo que pasar todo ese tiempo para que el Estado le entregara los honores que merecía y que fueron arrebatados infaustamente en vida. Porque la vida, para don Salvador, era el principal honor. El principal compromiso. El periplo de su lucha. Tal como lo dijera, ocho años antes de ser asesinado en La Moneda, el Che frente a la Asamblea General de Naciones Unidas: “…en el momento en que fuera necesario, estaría dispuesto a entregar mi vida por la liberación de cualquiera de los países de Latinoamérica (…)”.[3] Allende estuvo dispuesto a ello, y más.
Una lucha incansable a la que se aferró hasta el último de sus días contra un enemigo que, hoy, ha cobrado la forma de lo que seguramente él, entre meditaciones y pesadillas, se imaginaba. En ese litigio estamos, don Salvador. El litigio por la vida contra la muerte. Y esa muerte se llama capitalismo.
[1] Karl Marx, El Capital, crítica de la economía política, traducción de Pedro Scaron, tomo I, volumen III, Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 940.
[2] Cfr. Karl von Clausewitz, De la guerra, libro I, Solar, Buenos Aires, 1983.
[3] Ernesto Guevara, “Intervención en la Asamblea General de las Naciones Unidas en uso del derecho de réplica”, 11 de diciembre de 1964 en Obras Escogidas, Resma, Santiago de Chile, 2004, p. 400.